Una escena transmitida originalmente en las redes pero luego divulgada también a través de los medios produjo un gran revuelo político el viernes pasado. En ella se veía al presidente Pedro Castillo haciéndoles notar a sus resguardos que llevaba los pasadores del zapato desatados, quienes, prontamente, se agachan para anudárselos.
No hace falta, por supuesto, resaltar que entre las obligaciones de las personas que se encargan de la seguridad del mandatario no se cuentan las de ocuparse de asuntos tan personales como el señalado. Pero en esta particular circunstancia hubo algo más. El hecho de que los aludidos tuvieran que hincarse a sus pies para realizar por él la sencilla tarea le otorga a la situación una dimensión simbólica insoslayable. A saber, la de un sometimiento casi monárquico de dos ciudadanos que son servidores públicos y no súbditos de quien gobierna.
En lo que concierne a los zapatos, además, el jefe del Estado ha dejado en claro en repetidas oportunidades que constituyen para él prendas representativas de una determinada jerarquía social y económica. ¿Cuántas veces lo hemos escuchado retar a sus críticos a que vayan a debatir con él a alguna región del interior del país “pero sin zapatos”? Un detalle en el que se distingue un esfuerzo por mostrarse en sintonía con quienes viven o trabajan así, ya sea porque carecen de recursos para proveerse de calzado o porque las labores que ejecutan en el campo así lo requieren. En su demagógica confrontación entre ricos y pobres, o gente de la ciudad y gente del campo, los zapatos aparecen, pues, como la marca de una pretendida superioridad llamada a ser derogada por el “gobierno del pueblo”. Se trata desde luego de una caricatura absurda de las formas en las que, si se cuenta con los medios, resulta razonable vestirse en medio del asfalto y los edificios, pero es la caricatura que él ha enarbolado como un emblema de la división entre los poderosos y los humildes. ¿Cómo interpretar entonces el gesto de hacer o permitir que esos dos efectivos policiales le ataran los pasadores?
La imagen fue tan poderosa que las reacciones no tardaron en llegar. A los comentarios de los ciudadanos en las redes y en los medios, se sumaron pronto un pronunciamiento de la Defensoría del Pueblo en el que se solicitaba al presidente “respetar la dignidad” de quienes lo custodian y el anuncio de la Policía Nacional del Perú (PNP) de un proceso disciplinario para los agentes que se prestaron o sometieron a tan vejatorio comportamiento.
Las reacciones de los voceros más solícitos del mandatario, por cierto, tampoco demoraron. El titular de Justicia, Félix Chero, trató de restarle importancia a lo ocurrido afirmando que había sido un “gesto de cortesía” y resaltando el dato de que “no hay evidencia” de que el jefe del Estado hubiera solicitado la atención. Y el ministro de Trabajo, Alejandro Salas, se enredó en disquisiciones sobre si había sido o no una supuesta lumbalgia lo que le habría impedido al presidente agacharse para anudar los cordones de sus zapatos él mismo. Finalmente, el propio gobernante colocó un tuit en el que intentó sostener que no existió “un maltrato ni discriminación” en lo sucedido y calificó el hecho de “anecdótico”.
La verdad, no obstante, es que la escena que todo el país ha visto de anécdota no tiene nada. Se trata más bien de una estampa del poder, o de la forma en que lo entiende quien sostiene hoy sus riendas. Una estampa que grafica la idea de que estamos siendo gobernados por alguien que asume que la posición que ocupa le permite usar y abusar de los privilegios que vienen con ella en su beneficio y en el de aquellos que lo rodean, incluyendo familiares, coterráneos y funcionarios más cercanos.
No es de extrañar que cinco de las seis investigaciones que se le abrieron en condición de jefe del Estado en el Ministerio Público retraten a una persona que habría usado el poder para, por ejemplo, digitar ascensos, direccionar licitaciones o entorpecer el avance de la justicia. Y la fotografía del viernes solo ratifica esta percepción.