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Atentado contra el patrimonio
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Tres días atrás, y sin que nadie lo advirtiera, se publicó la resolución viceministerial 128-2025 del Ministerio de Cultura, que reduce el área de la reserva arqueológica de Nasca de los 5.633 km2 actuales a los 3.235 km2, una mengua de más de 2.000 km2 en una de las zonas más emblemáticas de nuestro país.
La disposición fue anunciada como “una muy buena noticia” por el ministro del sector, Fabricio Valencia, durante su intervención en la Comisión de Cultura del Congreso del pasado jueves, y recibida con aplausos por parte de los legisladores presentes en la sesión. Estos últimos le recordaron al miembro del Gabinete que se trataba de un reclamo de larga data de parte de las personas que han ocupado parte del patrimonio nacional, y el ministro, sin dudarlo, les dio la razón. “Es una reserva arqueológica gigantesca, muy grande, y es completamente cierto que […] genera una problemática en lo que respecta a cualquier actividad antrópica dentro de esta gran poligonal”, afirmó. Por increíble que parezca, el ministro que debería velar por los intereses de la cultura peruana ha decidido, más bien, hacerlos a un lado para priorizar otros.
Quizás el señor Valencia y los legisladores que abogaron por la reducción de la poligonal de Nasca crean que con este atentado contra la historia nacional ayudan a las personas necesitadas de un lugar donde vivir. La realidad, sin embargo, es que han beneficiado a las mafias. Desde hace más de una década se sabe que grupos criminales dedicados al tráfico de terrenos han puesto sus ojos en la zona, y hace menos de un año el propio Ministerio de Cultura advirtió que la minería ilegal venía poniendo en riesgo el futuro de los geoglifos.
Nasca no es, por cierto, el único tesoro histórico que está en peligro por el avance del crimen organizado. Chan Chan, en Trujillo, y Caral, al norte de Lima, vienen siendo asediados por mafias de tráficos de terrenos que incluso amenazan a quienes, como la arqueóloga Ruth Shady, los denuncian. Esas deberían ser las prioridades de un ministro de Cultura que se precie de ser tal.
En realidad, la gestión de Fabricio Valencia forma parte de un problema mayor: el uso que se le viene dando al Ministerio de Cultura en los últimos años como un lugar para poner cuotas (como Ciro Gálvez al inicio del gobierno de Pedro Castillo), nombrar a defensores del presidente de turno (como Alejandro Salas en la misma gestión) o facilitar contratos a celebridades cercanas al gobierno (como el caso de Richard Swing en la administración de Martín Vizcarra). Todo esto, mientras la cultura nacional, esa que nos llena de orgullo ante el mundo, se cae literalmente a pedazos o pierde espacio.

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