(Foto: Reuters)
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Ian Vásquez

Parece que han transcurrido 10 años, pero solo ha pasado uno. En su primer año de presidente, ha violado un sinnúmero de normas, polarizado aun más a Estados Unidos, e impulsado una agenda cargada, que en muchos aspectos ha cambiado la dirección y la cultura política del país.

Trump no ha llegado a causar el nivel de deterioro a la democracia estadounidense –todavía– que muchos temíamos debido a su retórica intolerante e impulsos autoritarios. Pero eso no quiere decir que no haya causado daño. Tampoco quiere decir que no esté impulsando políticas positivas. Un balance de este año requiere tomar en cuenta lo bueno, lo malo y lo feo.

Primero, lo bueno. Trump redujo el impuesto corporativo del 35% al 21%. Es una reforma de largo alcance que convirtió a EE.UU. de ser el país con la tasa corporativa más alta en el mundo desarrollado a una competitiva que impulsará el crecimiento y la competencia tributaria global. Otros países ahora tendrán que limitar la voracidad de sus políticos.

A través de decretos ejecutivos, Trump ha reducido la regulación notablemente. En eso, también ha revertido la tendencia. Mientras que durante la presidencia de Obama el “Registro Federal” –que contiene las regulaciones del país– creció a su punto máximo de más de 95.000 páginas, la desregulación de Trump lo ha reducido en un 35%, a su punto más bajo desde 1993. Debido a la reforma tributaria y la desregulación, la confianza empresarial y del consumidor se ha disparado.

Finalmente, Trump ha puesto una docena de jueces en las cortes de apelación, más un juez en la Corte Suprema. Irónicamente, muchos de ellos tienen una vocación a restringir el poder del Ejecutivo.

Ahora lo malo. Trump es proteccionista, retiró a EE.UU. del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica y amenaza con retirarse del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que está renegociando. Esto representa un revés en la política tradicional, reduce las libertades de los estadounidenses y pone en duda toda la política comercial del país.

A diferencia de lo comercial, Trump no ha reducido el perfil de EE.UU. respecto a política exterior, tal como lo prometió. Sacó al país del Acuerdo de París, pero respecto a temas de seguridad, es hasta más intervencionista que sus antecesores. Sigue bombardeado siete países árabes o musulmanes como Siria y Pakistán y ha incrementado las tropas en Medio Oriente en un 30%. Ha sido beligerante con Corea del Norte. Cientos de miles de tropas siguen en los 70 países donde se encuentran 800 bases e instalaciones militares estadounidenses.

Lo feo tiene que ver con los inmigrantes. Quiere reducir tanto la inmigración ilegal como la legal. Habla de los inmigrantes, y especialmente los latinos, en términos despectivos. Está eliminando el estatus legal de 200.000 salvadoreños en EE.UU., quiere eliminar la residencia legal de 700.000 inmigrantes que llegaron indocumentados en la infancia, y quiere prohibir la entrada de cualquier ciudadano de seis países mayormente musulmanes.

Lo peor de todo es que su forma de gobernar representa un asalto constante a las normas de la democracia liberal. Es vulgar, trata de enemigos a los que están en desacuerdo, se desinteresa por los hechos y miente descaradamente, cuestiona el patriotismo y la legitimidad de la prensa y las cortes, y ha corrompido al partido Republicano, que ahora apoya su agenda. Como dice el conservador Brett Stephens, “un presidente que supuestamente quiere poner un muro entre EE.UU. y América Latina ha importado el estilo de hacer política que evoca a los cultos de Juan Perón y Hugo Chávez”.

Por eso el balance es negativo. Las instituciones que han logrado resistir un año de Trump podrían debilitarse en cuatro.