Escucha la noticia

00:0000:00
Papá-canguro
Resumen de la noticia por IA
Papá-canguro

Papá-canguro

Resumen generado por Inteligencia Artificial
La IA puede cometer errores u omisiones. Recomendamos leer la información completa. ¿Encontraste un error? Repórtalo aquí
×
estrella

Accede a esta función exclusiva

Hace poco alguien me preguntó: ¿no habrías preferido ser papá en tus veintes para que ahora, cerca de los cincuenta, puedas disponer de mayor tiempo para ti, sabiendo que tus hijas ya son independientes o están camino de serlo? La pregunta me llevó a fantasear con una sonrisa en la boca: entonces imaginé que era un hombre con tiempo, que podía engreírme leyendo más libros, viendo más películas, visitando más exposiciones, asistiendo a más conciertos, haciendo más deportes, y que podía por fin hacer planes de pareja con mi esposa, ya sea para cenar, bailar, viajar o simplemente para hacer una siesta reparadora. En esa misma fantasía, mis dos hijas eran unas mujeres grandes, hermosas, trabajaban, vivían cada una en su departamento y venían a vernos los fines de semana (y –curiosa coincidencia– ninguna de las dos tenía novio).

Newsletter exclusivo para suscriptores

Juan Carlos Fangacio

De pronto, la sonrisa se me borró de la cara al concluir que, para que esa vida aparentemente perfecta fuera posible, yo –tal como lo postulaba la pregunta– habría tenido que convertirme en padre a los veinte o veinticinco años. Retrocedí entonces a esos años, fines de los noventa, y recordé al tipo que yo era. Afanoso practicante de Periodismo que aún no concluía la carrera y que, en paralelo, trabajaba en la radio, escribía poesía, y cuya vida erótica y sentimental –dependiendo de la temporada– podría describirse como adrenalínica, aburrida o miserable. Era un veinteañero lleno de inseguridades, pero también poseedor de una energía que me permitía vivir con voracidad. Recordé lo mucho que leía, lo poco que dormía, cuánto bebía, viajaba y me divertía. Habría sido un padre sumamente irresponsable, jaloneado como estaba por fuerzas que a veces eran luminosas, pero otras veces, no pocas, muy oscuras. Si hubiera tenido un hijo en aquel momento, me habría perdido de atravesar ese largo ciclo de aventuras, despertares, hallazgos y metidas de pata que uno afronta cuando se tiene veintitantos o treinta años.

Los que hemos sido padres pasados los cuarenta años acusamos el problema del agotamiento físico, pero nos resulta más fácil alinear nuestros planes con los de nuestros hijos (además a esta edad, la vida social es una planta medio marchita que da flojera regar).

Esta semana, por ejemplo, con las niñas aún de vacaciones del colegio y la guardería, y con mi esposa ya de vuelta en el hospital, me ha tocado ocuparme de ellas todas las mañanas hasta el principio de la tarde. Digo «ocuparme», pero en verdad muchas veces son ellas las que se ocupan de mí, haciéndome reír o haciéndome pensar. Las preguntas de la mayor (a punto de cumplir 8) son cada vez más desafiantes y existenciales; y los impulsos comunicativos de la menor (1 año, tres meses) son cada vez más sencillos de descifrar. La una se desliza en el patinete; la otra se divierte en el columpio. La una quiere comer más chocolates de la cuenta; la otra ya no se traga los purés de antes. La una canta de memoria canciones de Shakira y Lindsay Lohan; la otra imita a su hermana mayor sin entender nada de lo que hace.

En el entorno en el que crecí –la Lima mesocrática de los ochenta– era muy común que las ‘nanas’ o ‘amas’ cuidaran a los niños a lo largo de todo el día, porque los padres siempre tenían algo que hacer (muchos hijos de mi generación deben haber tenido una nana que era su segunda madre; en algunos casos, la primera). Aquí en España, quizá porque hay menos desigualdad social, no hay nanas; mejor dicho, hay, pero trabajan por horas y reciben el nombre de ‘canguros’. Por tradición, son los abuelos quienes asumen el rol de cuidar a los nietos cuando los padres no pueden hacerlo. En el caso de los migrantes que carecemos de red de ayuda familiar, hay que ingeniárselas. Si bien renunciar a la idea de un trabajo de oficina para ganarme la vida por mi cuenta fue un paso riesgoso que trae consigo incertidumbre, tengo a cambio el enorme privilegio de poder pasar tiempo con mis hijas y estar sentado en el centro de la primera fila en el espectáculo de su crecimiento.

Así que, en resumen, la respuesta a la pregunta que me hicieron hace poco es no, no hubiera preferido ser papá a los veinte. Me gusta ser un papá-canguro de casi cincuenta años que se ejercita empujando columpios y que no imagina una mejor forma de pasar sus vacaciones.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

Contenido Sugerido

Contenido GEC