"Sus interpretaciones gravitaban en torno a las entrepiernas traviesas de los protagonistas y las redondeadas caderas de vedettes".  (Foto: Juan Enrique Bedoya)
"Sus interpretaciones gravitaban en torno a las entrepiernas traviesas de los protagonistas y las redondeadas caderas de vedettes". (Foto: Juan Enrique Bedoya)
Jaime Bedoya

En los años 70 era normal reírse de los amanerados, de los gordos y de los enanos. Es más, la recompensa para los niños que se lavaban los dientes era poder ver en pijama los donde se reían de los amanerados, de los gordos, y de los enanos. Suena contradictorio, pero eran tiempos inocentes y felices. Más que estos.

Personajes gordos y amanerados había varios, pero enano, uno solo: el joven jaujino Justo Espinoza Pelayo, diecinueve años comprimidos en 95 centímetros. Su drama, o bendición, es que no era gracioso pero lo parecía. Así llegó a la televisión en 1964. Asumió como nombre artístico un peruanismo alimenticio tributario de la cultura francesa que acercaba la metáfora a la exactitud: .

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Las competencias actorales de Espinoza eran una ilusión. Sus interpretaciones gravitaban en torno a las entrepiernas traviesas de los protagonistas y las redondeadas caderas de vedettes.

Este antagonismo histriónico llegaría a su clímax al alternar como el calenturiento esposo ficticio de Amparo Brambilla. La humanidad de La Brambilla llegaba al metro ochenta de altura y los 115 kilos, concentrados ahí donde le gusta a la gente.

El sketch que los ponía -es un decir - cara a cara, se alimentaba de una líbido inversamente proporcional a la estatura del actor. Ante ella Petipán simulaba, sin necesidad de mucho esfuerzo, una desesperación sexual análoga a la de una aguja enamorada de un pajar. La consumación del encuentro nunca se daba. Fue prudente. Petipán podría haber desaparecido si por exigencia del guión se le sentaba encima.

Su papel consagratorio llegaría a través de un sketch naturalista del histórico Risas y Salsa. Era el que retrataba con amabilidad la ilegal vida del crimen organizado a través de una fallida sociedad para delinquir llamada . Una vez más un diminutivo alimenticio era el indicado.

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Choclito era el líder de una inútil banda criminal compuesta por una sarta de inútiles que a pesar de la manito dura de su jefe nunca tenían éxito en sus fechorías. Este reiterado desenlace propiciaba el cierre cómico de rigor. Para poder tenerlos a la altura de su ira Choclito invariablemente emitía una orden temida por sus subordinados:

- ¡De rodillas ¡, para proceder a cachetearlos sin miramientos.

En 1976 Espinoza participó en el largometraje original de Pantaleón y las visitadoras, con Mario Vargas Llosa en la misma locación. La consigna este hito con precisión quirúrgica:

-Pantaleón y las visitadoras (as Petipán).

Fuera de personaje, la vida de Espinoza no tenía nada de divertida. Era retraído y desconfiado. Según un ex miembro de la banda, el finado Guayabera Sucia, como Espinoza no tenía formación profesional cuando lanzaba las cachetadas en el papel de Choclito los golpeaba de verdad, con el puñito cerrado. Esta interacción física erosionó la camaradería entre colegas.

La relación de Espinoza con sus vecinos era aún peor. Sus noches, usualmente acompañadas con mujeres aparentemente profesionales del insomnio, incordió la convivencia. Los vecinos refieren que el pequeño actor los ahuyentaba lanzando gruñidos y amenazándolos con un palo.

Espinoza vivió amargado, pero Petipán tuvo otra misión. En un país en crisis permanente nunca dejó de ser una pequeña fábrica de sonrisas, aquellas que el no tenía en su vida. En parte porque no quiso y en parte porque a nadie le importó, ni las gracias le dieron. En edad vulnerable y con derecho a vacuna sus pequeños pulmones fueron otra víctima de la canallada de Martín Vizcarra.

Petipán murió como mueren los poetas y cómicos peruanos, rodeado de honores, afectos y fuegos fatuos póstumos como este.

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