Cuando el chofer, reapareciendo con los brazos engrasados, dijo que la única solución era empujar el ómnibus, nadie se movió de su asiento. Cada cual esperaba, sin duda, que su vecino se levantara, pero, como el vecino pensaba lo mismo, reinó la más completa inmovilidad. Comenzaron, entonces, a lanzarse miradas oblicuas que eran una invitación y, a veces, hasta una orden. Pero el sol ardía implacable. Cayendo sobre los arenales se aplastaba en todas direcciones con una luz espesa que parecía humear.
—¿Cómo? —preguntó el chofer—. ¿Nadie se anima? ¡Entonces nos vamos a quedar botados en este lugar! Ustedes saben que por aquí pasan muy rara vez dos carros…
Pero esta arenga, lejos de persuadir a los pasajeros, los invitó a seguir observando el interior del vehículo, buscando una víctima propicia. En el último asiento había un mocetón en mangas de camisa, con unos poderosos bíceps de herrero, leyendo despreocupadamente su periódico. Todos repararon en él y sin previo concierto calcularon que sería él quien diera el empujón. Cuando el joven levantó el rostro vio la cuádruple fila de pasajeros mirándolo en silencio. En sus facciones se vislumbró una mueca de fastidio.
—Entonces, ¿yo? —dijo señalándose
el pecho.
—Nadie respondió “sí” directamente,
pero comenzaron a hacer comentarios más expresivos.
—Usted es el más fuerte…
—La ciudad está aún muy lejos…
—Hay que ser un poco desprendido…
Y no faltó quien buscara la excusa en
su camisa.
—Me la acabo de cambiar esta mañana.
—¡Malhaya! —exclamó el joven, levantándose al mismo tiempo que arrojaba su periódico—. Lo haré, pues.
Y comenzó a cruzar el ómnibus hacia la puerta. Una vez afuera lo vieron arrugar los párpados para protegerse del sol y remangarse más la camisa. Pronto se dirigió a la espalda del ómnibus con un paso decidido y atlético que despertó la admiración unánime por su corpulencia.
—¿Ya? —gritó al poco rato, y el chofer, apostándose en su asiento, encendió el motor.
Al principio el ómnibus no se movió, pero todos sintieron vibrar a través de su armadura una fuerza sobrehumana.
—¡Más fuerte! —gritó un pasajero.
Otro sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Dale, mozo! ¡Con fuerza!
Muchos lo imitaron y así el joven notó, de pronto, que casi todos los pasajeros lo alentaban, con medio cuerpo fuera de la ventana.
—¡Ahora! ¡Bravo! ¡Así! ¡Un poco más!
Él, para no defraudarlos, a pesar del dolor que lo ahogaba, se aplicó con tal energía que el ómnibus comenzó a rodar lentamente. Después fue aumentando su velocidad, comenzó a roncar el motor, lanzó una gruesa columna de humo y arrancó con una rapidez vertiginosa.
El joven quedó en medio de la pista limpiándose el sudor con ambos brazos y al levantar la mirada divisó al ómnibus que seguía su marcha. Esperó un momento que se detuviera, pero no tenía trazas de hacerlo. Entonces comenzó a correr detrás suyo gritando y agitando los brazos con desesperación. Hubo un momento en que se aproximó tanto que pudo ver al conductor prendido del estribo.
—¡Pare! —gritó—. ¡No se olviden de mí!
—¡Si nos detenemos, se vuelve a malograr! —escuchó que le respondía.
—¡Lo vuelvo a empujar! —bramó el joven haciendo una promesa que seguramente no iba a poder cumplir.
El conductor se introdujo un momento, como si fuera a consultar con la mayoría. Poco después reapareció.
—¡Ya no podría hacerlo arrancar! ¡Está usted muy cansado!
Por último, en una curva cerrada el ómnibus desapareció. El joven alcanzó a divisar aún los rostros de los últimos pasajeros que, vueltos hacia él, parecían reír.