Patricia Balbuena
Patricia Balbuena
Enrique Planas

Su familia migró a Trujillo para trabajar en las haciendas azucareras en tiempos de la reforma agraria. Ella nació poco después en La Esperanza, un distrito que, en sus recuerdos de niña, era un páramo sin límites. Luego de pasar por la escuela pública, llegó a Lima para estudiar en San Marcos, y luego a la Facultad de Derecho de La Católica. Y en ese contraste, confiesa , descubrió las diferencias de las que nadie hablaba a fines de los años 80. Entonces los estudiantes de provincia sabían reconocerse y apoyarse frente a una Lima abusiva y discriminadora. Eso era lo normal, lo que había que enfrentar. La resiliencia es una de las mayores virtudes del migrante.

La actual ministra de Cultura sabe lo que es el racismo, y no solo por su doctorado en Antropología o su posgrado en Políticas Sociales con mención en Género, Población y Desarrollo. Lo ha vivido. Y cuando le pedimos que comparta alguna historia personal, nos cuenta una con la indignación aún fresca: “Para el desfile militar del 29 de julio, quisimos sumar la diversidad de nuestra música y nuestros bailes. Y estábamos contentísimos con el resultado. Como autoridad, me dieron invitaciones para que mis familiares puedan ir a ver el desfile. Entonces se las entregué a la nana que cuida a mis hijas pequeñas. Ella ha estado conmigo 18 años de mi vida, y es parte de mi familia. Y estaba feliz. Fue con su pareja y su suegra. Esa tarde, la llamé para preguntarle qué le pareció el desfile, y me dijo: ‘He pasado la peor experiencia de mi vida’”.

—¿Qué pasó?
No la dejaron subir al estrado, a pesar de que tenía la invitación. Llegaron temprano al estrado, con sus mejores galas. Y la persona que debía dejarle pasar le dijo: “¿Y usted quién es?”. Ella le respondió que era mi invitada. “A ver, un ratito”, dijo antes de dejarlos una hora parados en el frío. Luego le argumentó que las tarjetas parecían falsas. Al final, ella y su familia terminaron yendo al final de la Av. Brasil. Se alquilaron una banquita para ver el desfile. ¡Yo estaba furiosa! Se lo comenté al presidente: hacemos este esfuerzo por mostrar la diversidad cultural y, a centímetros de nosotros, un funcionario discrimina, excluye y ejerce violencia sobre una persona que lleva la invitación requerida.

—¿Cómo no sentirse desmoralizado cuando un funcionario menor reproduce el racismo que la política del ministerio busca erradicar?
Todo el esfuerzo que desplegamos como gobierno para demostrar que la diversidad nos une y que hay que celebrarla, y un funcionario a nuestro lado, responsable de llevar a las personas a sus puestos, utiliza su pequeña cuota de poder para discriminar, utilizando el nombre del aparato público. El racismo es aún más grave cuando es ejercido por un funcionario público, porque lo ejerce en nombre del Estado, en nombre del bien común. Sin embargo, hace uso de su pequeña cuota de poder, pequeñísima, para decirle a otra persona: “Tú no eres parte de esto”.

—¿Cómo hacer para que un discurso oficial de inclusión permee en todos los funcionarios del Estado?
Nuestra sociedad es muy particular. Mi esposo, que es extranjero, me decía: “No entiendo por qué aquí discriminan tanto. Yo no logro diferenciar a los peruanos en términos de color de piel. No entiendo cómo pueden diferenciarse unos de otros”. ¿Dónde está la etiqueta que nos diferencia si no es lo racial lo que nos separa? Como lo señala la campaña de El Comercio, si tenemos esta genética común, ¿qué nos separa, entonces? Allí tenemos otro ADN, el de la discriminación que tenemos metida en el día a día. ¿Cómo hacer un quiebre cultural tan profundo que permita cambiar toda esa estructura mental? Desestructurarla y volver a armar una nueva idea de reconocimiento del otro es un proceso largo. Estos cambios culturales son de largo plazo. Y comienzan cuando la autoridad dé el ejemplo. A mí los ritos alrededor del poder público en el Perú me dejan alucinada. Reflejan una forma cortesana del poder que lo separa de la gente.

—A propósito de lo cortesano que persiste en el poder, ¿cuántos de esos mecanismos mentales arrastramos desde la Colonia?
Siempre estamos buscando lo que nos diferencia. Cuando llegábamos de Trujillo a Lima, rápidamente nos identificaban por la diferencia de nuestro acento. El problema viene cuando esta diferencia se convierte en un pretexto para ejercer violencia. Hace unos años, hicimos una encuesta con GRADE [Grupo de Análisis para el Desarrollo], en la que les preguntamos a tres mil familias afroperuanas cuál era el principal problema público por resolver. Y ellos respondieron: la discriminación y la violencia. Hay un nivel de deserción escolar en los adolescentes afroperuanos altísimo, y cuando les preguntas a los adolescentes qué es lo que los aleja de la escuela, la respuesta es la discriminación. Y el ciclo continúa...

—Discriminación ya no de un funcionario en un desfile, sino de un maestro de escuela…
En el profesor, en el auxiliar de la escuela. Yo he sido profesora tres años. Cuando estudiaba Derecho, enseñaba Literatura en un colegio público en el Callao. Las estudiantes eran, en esa zona, básicamente afroperuanas. Había pobreza, violencia y disfuncionalidad en las familias. Y tú veías el nivel de violencia de los profesores, que les decían “esas negras”. Había un nivel de acoso y violencia sexual muy fuerte. Me preocupa cuando quien ejerce la violencia es el funcionario público, el docente que en la escuela es la autoridad simbólica, la cúspide del poder. El racismo y la discriminación son una forma extrema de violencia vivida por aquellos que no pueden defenderse.

—Una encuesta del observatorio contra el racismo del Ministerio de Cultura señala que el 78,97% de la población piensa que el Perú es un país racista, pero solo el 49% reconoce serlo. ¿No aceptamos nuestra culpa?
En esta sociedad todos somos culpables del racismo, no hay quien se salve. Desde la Colonia hemos ido construyendo una estructura de relaciones que pasan desde las más cotidianas hasta las más jerárquicas. Guillermo Nugent decía que nuestra sociedad es una escalera. A diferencia de otras, aquí no nos separamos en guetos. Todos caminamos en la misma vereda, solo que ponemos en orden quién va adelante y quién va detrás. Y es el racismo lo que estructura ese orden. Por eso nos cuesta reconocerlo y cambiarlo. No se trata solo de ser políticamente correctos, sino de discutir el orden de la jerarquía de esa distribución social. Seguramente los cambios que estamos haciendo son aún superficiales, como discutir los estereotipos, por ejemplo, pero es parte de los cambios en los que debemos profundizar.

—Uno de los retos del ministerio es que su producción cultural llegue a la mayor cantidad de gente. ¿Cómo romper con los prejuicios que vinculan la producción cultural a una élite?
Creo que allí hay experiencias interesantes. Sucede con Sinfonía por el Perú, el proyecto del tenor Juan Diego Flórez, que ha logrado que niños de diferentes partes del país, que antes tenían pocas posibilidades de tocar un instrumento, hoy puedan ver cómo la música les ha cambiado su proyecto de vida. No se trata de convertirlos en músicos, sino de fortalecer su autoestima. El gran problema nacional tiene que ver con la autoestima, por eso necesitamos tanto trabajar lo simbólico desde el poder. Por ejemplo, tenemos el Gran Teatro Nacional, ofreciendo espectáculos de teatro, danza o conciertos a precios baratísimos. ¿Por qué no viene masivamente el público entonces? Porque no es un tema de precios. El tema es que se trata de un espacio que no se reconoce como propio. Lo que tiene que hacer la cultura es abrir todos los espacios para que se sienta esa pertenencia. No esperar a que vengan, sino pensar cómo hacer para salir por ellos. Para democratizar la cultura no basta con abaratar los precios de las entradas. Se trata de romper con la idea de que hay espacios separados para unos y otros.

—Como ningún otro, es el Ministerio de Cultura el encargado de impulsar esos cambios a nivel simbólico...
La semana pasada estaba en el museo de sitio de El Brujo, donde se encuentra la Señora de Cao. Habían hecho una exposición fotográfica, presentando medio centenar de retratos de mujeres de la zona del valle, que sirvieron para reconstruir el rostro de la Señora de Cao, cuyo poder estaba en el manejo de lo simbólico. Yo creo que para gatillar los cambios, tenemos que manejar lo simbólico.

—Hay un lugar común que dice que un pesimista es solo un optimista bien informado. Usted, como ministra, está obligada a ser optimista.
También tengo mis depresiones...

—¿Cuándo cree que la nana de sus hijas volverá a sentirse orgullosa en un desfile?
Cuando hablamos esa tarde le pregunté por qué no me había llamado cuando surgió el problema. “Porque no quería molestar”, me dijo. Creo que las cosas van a cambiar cuando las personas sientan que tienen derechos y que pueden molestarse, enojarse, reivindicarse. El cambio más importante va a darse cuando el que siente la violencia de la discriminación pueda levantar la voz y decir basta. Se trata de recuperar la dignidad. Tenemos que trabajar con modelos que gatillen el cambio simbólico.

—Los planes de estímulos económicos recientemente convocados marcan un profundo cambio en el Ministerio de Cultura. Deja de ser solo el administrador del patrimonio cultural, el rol del antiguo Instituto Nacional de Cultura, y se convierte en un agente dinamizador de cultura. ¿Los proyectos presentados tienen que ver con estos modelos para un cambio simbólico?
Hemos puesto mucho énfasis en estos subsidios y ya se están viendo los resultados en la cartelera, por ejemplo, así como en el desarrollo del cine regional. ¡El cine de terror regional es alucinante! Basado, además, en los mitos y leyendas de nuestras regiones.

—Un cine regional que no tiene salas para exhibirse...
Es un tema que estamos discutiendo con la Ley de Cine que está en el Congreso. Lo cierto es que nunca habíamos tenido tal producción de cine nacional como ahora. Y no se trata solo del tema de la producción, sino también del consumo. El problema es que en nuestras regiones hay un gran desnivel de la infraestructura. En el Perú, si hubiéramos invertido el canon minero en más infraestructura cultural como cines, teatros o bibliotecas públicas, en lugar de tantas piscinas olímpicas vacías, tendríamos una infraestructura cultural de primer nivel. Seguimos pensándonos como un país de necesidades básicas insatisfechas, y nos falta mucho por cubrir. Cuando el tema del arte y la cultura sean vistos como una necesidad importante para el desarrollo, también cambiará la lógica de los funcionarios públicos que deciden las prioridades de su localidad.

—Hablando de prioridades, ¿cuál es la prioridad del Lugar de la Memoria (LUM) para el ministerio?
Nos habíamos comprometido a darle todas las herramientas lo más pronto posible para institucionalizarlo. La mejor forma de proteger una institución pública es amurallarla administrativamente. Teníamos que darle un acta de nacimiento. A nivel administrativo, nadie tenía idea sobre qué era el LUM y, tras la discusión, hemos cambiado el reglamento de la Ley de Museos, creando la categoría particular de Sitios de Memoria para incorporarlo al Sistema Nacional de Museos. El LUM guarda los testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para que puedan ser memoria del mundo, como los declara la Unesco. El paso siguiente era tener por fin un director, pues lo que tuvimos antes eran asesores encargados. Hicimos un trabajo de búsqueda y selección de la persona que pudiera asumir con el perfil más adecuado, alguien que le dé prestigio, reconocimiento y visión. Ahora, con Manuel Burga como director, el LUM lo que necesita es fortalecerse. Tener los recursos que requiere y los instrumentos que le sean útiles para cumplir su papel. Yo he trabajado en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Parte de mi trabajo fue hacer el trabajo de campo. ¡Cómo no voy a estar de acuerdo con el LUM!

—Supongo que no es casualidad que el presidente haya asistido a la inauguración de la Feria del Libro y del Festival de Cine de Lima...
Obviamente, tenemos enormes brechas de infraestructura, pero una sociedad donde no haya música, donde no haya libros ni cine no es viable. No es comer lo que nos hace humanos, sino comer reconociendo el sentido que nos trae esa comida: recuerdos, sabores, productos, conocimiento. ¿Cómo sembramos la idea de que el arte y la cultura, en su producción y su consumo, son parte también de la inversión social? ¿Que es también importante para el país? La cultura es una inversión social, pues le cambia la vida a la gente. Contar con 20 millones de soles destinados a subsidios económicos para el cine, por ejemplo, es un gran logro, pero sigue siendo poco para lo mucho que hay que hacer. Las artes necesitan apoyo estatal. No hay más.

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