Primero de enero del 2017. Otro aniversario. ¡Qué fastidio volver sobre el tema! 58 años de revolución y Cuba continúa atascada en el pasado. Permanece condenada a la miseria creciente debido a una cúpula dirigente que un día prometió la libertad, pero eligió el comunismo, arrastró al país en esa dirección, y se niega a revocar aquella nefasta decisión.
¿Por qué esa conducta absurda, mezcla de terquedad y deseo de mantener el poder a cualquier precio? Al fin y al cabo, el comunismo terminó a principios de los noventa con la disolución de la URSS y la admisión del descrédito total del marxismo-leninismo. Ninguna sociedad que lo padeció y pudo sacudírselo ha querido retomarlo.
La justificación de esa extraña parálisis radica en una frase que les gusta repetir a los pocos castristas que quedan en la isla: “La transición ya la hicimos el primero de enero de 1959 y no hay nada fundamental que cambiar”. O sea, alcanzaron el fin de la historia. El poeta Raúl Rivero sintetiza irónicamente ese comportamiento: “El cubano es la única criatura sobre el planeta que no sabe qué pasado le espera”.
En todo caso, no hay manera de detener el tiempo y Cuba estrena el 2017 en circunstancias muy críticas.
Fidel murió en noviembre pasado y con él desapareció el caudillo sabelotodo que tomaba las decisiones importantes. Aunque llevaba una década apartado de la administración del país, su mera presencia tenía un efecto paralizante en la cúpula dirigente.
Venezuela, a punto del colapso, incluso de la hambruna, víctima de la corrupción y el mal gobierno, tuvo que reducir sustancialmente los subsidios a la metrópoli cubana que controla el país por medio de Nicolás Maduro.
El tejido empresarial agrícola e industrial sigue siendo tremendamente improductivo e ineficiente porque no funciona el “capitalismo militar de Estado” desarrollado por el comandante en los noventa y regulado por Raúl en sus “lineamientos” a partir del 2010.
El 20 de enero termina el gobierno de Barack Obama y comienza Donald Trump, quien ha prometido revertir algunas de las medidas tomadas por el presidente saliente.
Con la Casa Blanca, el Congreso y el Senado en manos republicanas, lo probable es que continúe el embargo, pero el efecto más dañino de la administración Trump contra el régimen cubano será disuadir a los inversores capitalistas para que no acudan con su dinero y su ‘know-how’ a ponerle el hombro a una dictadura empeñada en sostener el fracasado modelo del capitalismo militar de Estado.
Es el fin del deshielo entre La Habana y Washington. Trump no tiene que proclamarlo a los cuatro vientos (y probablemente no lo hará), sino, sencillamente, aplicar la Ley Helms-Burton, aprobada durante la administración de Bill Clinton, vigente mientras no sea derogada.
En esencia, esa ley establece sanciones económicas y ausencia de lazos comerciales mientras en Cuba no se respeten los derechos humanos y se permitan comportamientos democráticos como la libre asociación y el multipartidismo. Es una ley de Guerra Fría contra un país que no se ha retirado de la línea de fuego.
Es verdad que a otros gobiernos como el de China o Vietnam no se les exige lo mismo, pero no son países geográficamente próximos a Estados Unidos, no tienen, como Cuba, un 20% de su población radicada en la nación vecina, no inciden en las elecciones estadounidenses, y no cuentan con tres senadores y cuatro congresistas federales perfectamente alineados en el tema cubano. Es decir, China y Vietnam no constituyen un problema de política interna, como sucede con todo lo que acontece en la isla.
Barack Obama trató de cambiar la política de Washington hacia La Habana y fracasó.
Como se demostró en las elecciones pasadas, los electores cubano-estadounidenses, que contribuyeron a darle la victoria a Donald Trump en Florida, prefirieron claramente a los políticos de “línea dura”, o de “línea democrática”, como ellos prefieren llamar a los partidarios de combatir por medios pacíficos a los regímenes comunistas, en lugar de tratar de apaciguarlos, hasta que el gobierno de Raúl Castro o de sus sucesores no dé señales de iniciar una suerte creíble de transición.
Pero Obama fracasó, además, porque Fidel y Raúl Castro no aprovecharon la mano tendida para abrir la sociedad cubana y reiteraron la consabida lealtad a las ideas comunistas, algo que lamentan muchos de sus partidarios, aunque no tengan cómo expresarlo.
Los Castro interpretaron el cambio de actitud de la Casa Blanca como la rendición incondicional de un viejo enemigo al que continuarían combatiendo en todos los frentes, junto a Corea del Norte, Irán, Rusia, China, Venezuela y los países del socialismo del siglo XXI, porque, para ellos, como no se cansan de repetir, Estados Unidos seguía siendo la encarnación del mal capitalista al que podrán destruir algún día.
¿Y ahora que hará Raúl Castro? No creo que haga nada. Está viejo y cansado, aunque mantiene fuertemente atada a la sociedad cubana. No ignora que la revolución fracasó, pero no tiene fuerzas ni ganas de enmendar el inmenso error cometido en 1959, cuando irresponsable y traidoramente asumieron el camino comunista.
“El que venga detrás que arree”. Esa es su secreta consigna. Tiene 85 años y sabe que los más jóvenes están impacientes por desmontar ese disparate. No era verdad que la transición terminó en 1959. No era verdad que la historia podía detenerse. Pero tendrán que esperar a su muerte. La batalla política se transformó en una batalla biológica que Raúl, como todos, acabará perdiendo.