(Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
(Foto: Anthony Niño de Guzmán / El Comercio)
Javier Albán

Parte de lo que explica el abrumador 85,8% de los votos válidos que alcanzó el Sí a la pregunta del referéndum sobre si debía prohibirse la reelección inmediata de congresistas es, sin duda, esa natural sensación de injusticia e impunidad que brota en muchos de nosotros cuando somos testigos de blindajes injustificables a políticos y funcionarios.

A estas alturas, por ejemplo, es evidente que investigaciones como las que se siguen contra los congresistas Moisés Mamani y Yesenia Ponce, cuentan ya con suficiente evidencia objetiva como para determinar, cuando menos, que no se iniciaron por ‘razones políticas’ (único supuesto que justificaría no levantarles la inmunidad parlamentaria), sino por sospechas fundadas. Aun así, estos y otros casos llevan meses en espera.

En las últimas décadas, la inmunidad parlamentaria ha servido con frecuencia como un instrumento para asegurar la impunidad. Desde que inició el período legislativo del 2001 hasta que terminó el del 2016, llegaron al Congreso más de 100 solicitudes de levantamiento de inmunidad, pero solo siete fueron declaradas procedentes. Si como ha dicho el Tribunal Constitucional, “en el procedimiento para el levantamiento de la inmunidad, el Congreso no asume un rol acusatorio, sino estrictamente verificador de la ausencia de contenido político en la acusación” (6-2003-AI/TC), ¿por qué fueron tan pocos los casos que pasaron a la justicia común?

En realidad, lo que viene ocurriendo es la consecuencia natural de que nuestra Constitución mantenga hasta hoy un modelo de inmunidad innecesariamente amplio, mucho más que el de nuestros pares de la región. En Chile, por ejemplo, basta una sentencia de la Corte de Apelaciones para que quede automáticamente levantado el fuero parlamentario. En Ecuador y Costa Rica, la inmunidad no procede en casos de flagrancia.

En el Perú, en cambio, no aplican estas reglas. La inmunidad parlamentaria protege a los congresistas y a otras altas autoridades de acusaciones por delitos comunes (como robar o realizar tocamientos indebidos), de modo que no se les pueda arrestar ni iniciárseles nuevos procesos judiciales, sin que antes el Congreso haya dado su visto bueno.

Si a lo anterior sumamos que: i) existe un segundo tipo de inmunidad, llamado formalmente antejuicio político, que también protege a los congresistas pero contra acusaciones por delitos de función (como en los casos de corrupción), ii) que los procedimientos para levantar ambas protecciones son largos y complejos, y iii) que todo esto se enmarca en el contexto de precariedad de nuestros partidos políticos, lo cierto es que es difícil esperar otro resultado.

En setiembre, el congresista Edgar Ochoa presentó un proyecto de reforma constitucional para acotar el alcance de la inmunidad, con base en una propuesta técnica elaborada por Contribuyentes por Respeto (CpR). La iniciativa plantea permitir la renuncia a la inmunidad (algo que hoy no se puede hacer, pese a que algunos congresistas lo anuncien para quedar bien); elimina la inmunidad de proceso (la justicia común solo pediría permiso al Congreso para arrestar congresistas, no para iniciarles procesos, como ocurre en Argentina) y exceptúa los casos de flagrancia de la aplicación del beneficio.

Adoptar estas medidas básicas sería un buen primer paso, aunque es posible ir más allá. Por ejemplo, en CpR consideramos que debería adoptarse además un procedimiento simplificado para el levantamiento de la inmunidad, que obligue a su priorización en la agenda y facilite su otorgamiento como regla general (modelo del Bundestag alemán).

Agotado por el momento el debate sobre las cuatro reformas constitucionales del referéndum, la reducción al mínimo de la inmunidad parlamentaria debería convertirse ahora en la quinta reforma política. Acotada a lo estrictamente necesario, es cierto que esta protección todavía puede ser útil en países con instituciones débiles como el nuestro; para proteger, por ejemplo, a congresistas de oposición de un eventual gobierno autoritario. Pero, definitivamente, nada justifica un privilegio tan amplio como el que tenemos ahora. Es tiempo de reformarlo.