(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Roberto Abusada Salah

Luego de imponer aranceles punitivos a las importaciones de aluminio y acero provenientes de la Unión Europea, México y Canadá, el presidente estadounidense Donald Trump dio inicio el viernes pasado a lo que amenaza ser una gran guerra comercial con China. Trump decretó la imposición de aranceles del 25% sobre más de 800 productos de ese país por un valor de US$34.000 millones. De inmediato, China respondió con aranceles a productos estadounidenses por similar valor, incluyendo automóviles y varios bienes agropecuarios como soya y carne, productos provenientes de zonas de Estados Unidos donde Trump goza de apoyo mayoritario.

Decidido a escalar el conflicto comercial con China, Trump recurrió luego a su usual retórica incendiaria para anunciar aranceles adicionales a ser impuestos dentro de dos semanas para afectar a otros US$16.000 millones de importaciones chinas, añadiendo luego que no dudaría en incluir dentro de sus políticas restrictivas sencillamente a todas las importaciones chinas que suman aproximadamente US$500.000 millones. Estas peligrosas acciones parecen ser consistentes con sus anteriores declaraciones: “Las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. El comportamiento del presidente norteamericano parece basarse en la creencia de que el comercio es una actividad de ‘suma cero’ (lo que uno gana es lo que pierde el otro), y que un déficit comercial es necesariamente malo.

Por supuesto que ambas creencias son falsas. El intercambio comercial ocurre precisamente porque ambos participantes se benefician al comerciar los bienes que cada cual puede producir a menor costo. Más aun, ya hace 200 años el economista inglés David Ricardo demostró que aun cuando uno de dos países puede producir dos bienes a menor costo, conviene a cada país especializarse y exportar el producto en que su ventaja de costos es comparativamente mayor al del otro país. Este principio de ventaja comparativa es el que mueve el comercio de todo el mundo.

De otro lado, los déficit comerciales no son en sí mismos ni buenos ni malos, y en su origen pueden encontrarse factores como las tasas de cambio, la productividad del país o su política monetaria. Más fundamentalmente, los déficits comerciales están directamente ligados a la insuficiencia de ahorro. Irónicamente, todos los aumentos en los déficits comerciales en Estados Unidos han estado asociados con los períodos de mayor prosperidad, menor desempleo y enorme beneficio para el consumidor norteamericano. Trump, en cambio, habla de los US$800.000 millones de déficit como prácticamente un robo del que es víctima su país. Desconoce también que el déficit comercial incluye las exportaciones e importaciones de servicios en las que Estados Unidos tienen un superávit de más de US$255.000 millones. Desoyendo a quienes le sugieren templanza, ha despedido a hábiles colaboradores como su principal asesor económico Gary Cohn o a su secretario de Estado Rex Tillerson, y prefiere escuchar los consejos de Peter Navarro, un economista heterodoxo de escaso prestigio en la comunidad académica y constante crítico de los superávits comerciales de China y Alemania.

El problema principal de la guerra comercial que Trump parece dispuesto a desatar radica en que puede extenderse fácilmente y generar daños colaterales en economías emergentes como la peruana, postergar inversiones y hasta llegar a causar una recesión global debido a los cortes en las cadenas de aprovisionamiento, devaluaciones y salida de capitales de muchos países. Países del Asia próximos a China, que son los mayores proveedores de bienes que China incorpora en sus exportaciones, son ya las principales víctimas. Junto con China, estos países tienen enorme gravitación en la economía peruana.

Desde la fallida reunión del G7 de hace un mes y la retahíla de tuits en que Trump describe la relación comercial con sus aliados más cercanos como “comercio tonto”, el precio del cobre y el zinc ha caído 14%, algo que puede representar una pérdida anual de más de US$2.500 millones en las exportaciones peruanas y una caída en la recaudación fiscal que se puede estimar conservadoramente en más de S/1.300 millones.

Afortunadamente, la fortaleza macroeconómica del Perú en términos de su exigua deuda, su muy bajo déficit en la cuenta corriente con el exterior y sus grandes reservas internacionales otorgan al país cierta inmunidad frente a este grave problema. A ello se une la escasa participación del Perú en cadenas internacionales de abastecimiento de bienes intermedios. Sin embargo, los estragos producidos en los precios de los metales industriales y los efectos de la amenaza de una guerra comercial unida a las subidas de tasas de la FED ya se dejan sentir en las recientes tendencias devaluatorias del sol y la menor preferencia de inversionistas extranjeros hacia los bonos soberanos del Perú.