
Escucha la noticia
El otro poder presidencial
Resumen generado por Inteligencia Artificial
Accede a esta función exclusiva
Resume las noticias y mantente informado sin interrupciones.
La suspensión de las investigaciones fiscales a Dina Boluarte hasta el final de su mandato, por el Tribunal Constitucional, no es toda la protección que la investidura presidencial necesitaba o necesita, pues su vulnerabilidad mayor radica en que como jefatura del Estado (más ficción que realidad) no puede ejercer la influencia que quisiera sobre los otros dos poderes: el Legislativo y el Judicial.
De esta vulnerabilidad mayor se desprenden muchas otras, entre ellas la de considerar, como lo ha venido haciendo el Ministerio Público, que como la Constitución dice que el presidente solo puede ser acusado por traición a la patria, impedir las elecciones y disolver el Congreso, y no dice que no puede ser investigado, entonces, asumiendo que se puede hacer lo que la ley no prohíbe, el acometimiento fiscal decidió meter a la más alta magistratura de la nación en el túnel de las indagaciones, comparecencias y allanamientos.
La obstinación fiscal de investigar aquello sobre lo que no se puede acusar debió haber llevado hace mucho rato al Ministerio Público a ahorrarnos la intervención del Tribunal Constitucional, que ha tenido que dictar una innecesaria cátedra jurídica para hacer entender a letrados e iletrados que lo que venía haciéndose con la señora Boluarte no era someterla a un antejuicio constitucional (que sería una opción correcta si se dieran las condiciones), sino maltratar su figura e investidura presidencial como parte de la encarnación de la nación que la Constitución le reconoce.
Hasta la propia Boluarte ignora lo que le falta a su presidencia: una jefatura del Estado bien entendida y bien ejercida. No la tibia que menciona la Constitución como un añadido más de funciones. Tampoco el disfraz de poder de una Presidencia de Consejo de Ministros que, más allá del protocolo, no aporta nada para que la jefatura del Estado esté por encima de la organización política del país, como debiera ser.
En su prólogo a mi libro “La presidencia ficticia”, el politólogo Carlos Meléndez reconoce al Estado, en un diagnóstico cruel, como acéfalo. “A nivel horizontal –dice– no existe sincronía entre los tres poderes estatales; quien preside el Ejecutivo carece de influencia sobre los otros dos [Legislativo y Judicial]; la presidencia como jefatura del Estado es una ilusión; es parte de una triada que no controla. A nivel vertical, no hay esqueleto que articule al inquilino de la Casa de Pizarro con las autoridades subnacionales. A falta de unidad se impone una jerarquía artificial [que tiene en el MEF a su pragmática autoridad]. Así, el gobierno del día a día arrastra los destinos del Estado histórico. Quizás ahí radique el drama de nuestra crisis de representación: en el fracaso de un presidente de paso, se agudiza la desconfianza perpetua con el Estado”.
Sometida a la doble función de Gobierno y Estado, la presidencia termina siendo en la práctica más un órgano de gobierno que de Estado, con la desgracia de que esta condición decreciente lo coloca al mismo nivel que los demás poderes que se sienten, inclusive, con derecho a ponerse por encima.

:quality(75)/s3.amazonaws.com/arc-authors/elcomercio/5d921a1a-6f29-49ec-b48b-c3522c485e59.png)









