Renato Cisneros

El otro día encontré en Instagram el vídeo de un tipo que aseguraba que el máximo grado de felicidad humana se alcanza en dos picos cronológicos: los siete y los sesenta años. No suelo dar crédito a las teorías que circulan por redes sociales, pero por alguna razón me quedé escuchándolo (quizá porque apoyaba su teoría en un cuadro estadístico lleno de curvas de colores que se veía muy profesional). Su explicación podría resumirse así: a los siete años no tienes responsabilidades, eres una criatura en constante ebullición que descubre el mundo a diario y vive disfrutando ese aprendizaje; y a los sesenta, eres inmensamente feliz, porque ya entendiste que no tendrás la vida genial que soñaste a los veinte, has aprendido a quererte como eres, y ya no sufres las presiones ni el estrés de cuando andabas en la segunda mitad de los cuarenta (un período plagado de largos ciclos de infelicidad, según el analista del vídeo).

Pensé de inmediato en mi hija mayor, que tiene siete años, así que fui a su habitación a comentarle el asunto de los picos de felicidad, pero a ella le pareció más divertido seguir ordenando su álbum con figuras de Pokémon antes que oír las reflexiones existenciales de su padre. Por otra parte, me desalentó darme cuenta de que yo –cada día más cerca del medio siglo– me encuentro sumido en la curva descendente que describió el hombre del vídeo: la curva de los infelices, los angustiados, los pobres mortales que no hacen más que trabajar, dormir poco y frustrarse a diario. Pensé: y todavía me faltan diez largos años para librarme de estos agobios y volver a ser feliz como cuando era niño. Fui a la sala a buscar consuelo en el abrazo de mi esposa, pero recordé que se había ido a jugar paddle y a encontrarse con unas amigas del trabajo. Me acerqué a la cuna de mi hija pequeña para vigilar su siesta e intentar transmitirle telepáticamente mis sentimientos, pero ella solo reaccionó liberando una ordenada secuencia de tres gases.

Entonces volví a mi escritorio y me puse a buscare en Google noticias acerca de la «felicidad». Me sorprendió la abrumadora actualidad del concepto. Encontré reportajes del día anterior acerca de los obstáculos sociales que impiden la felicidad; ránkings mundiales de la semana anterior con la lista de los países más felices (no, Perú no figuraba); estudios de universidades como las de Harvard, Toronto y Zaragoza con nuevos aportes acerca de ‘la idea de ser feliz’; entrevistas recientes a filósofos finlandeses, catedráticos chinos y hasta a influencers de diversas partes del mundo que hablaban de la felicidad, el estoicismo y citaban a Aristóteles.

A medida que fui revisando esos contenidos, me di cuenta de que cada experto consultado ostentaba su propio cuadrito estadístico, sus propios indicadores, sus propias curvas de colores. En un informe académico se decía que la felicidad máxima se alcanzaba a los dieciocho; en otro, a los treintaicinco; y en un tercero –el más convincente, para mi gusto–, a los cincuenta. Un profesor norteamericano afirmaba que los adolescentes eran los más infelices porque sentían no encajar en la sociedad; una psicóloga noruega sostenía que los infelices eran los adultos mayores, por su corta expectativa de vida; y un conferencista portugués aventuraba que los hombres y mujeres de cuarentaidós eran los grandes infelices del planeta porque vivían atrapados entre sus altas expectativas y su miserable realidad.

Me invadió tal desconcierto ante ese variopinto cruce de opiniones que opté por la salida más ecuánime: poner dos cervezas en el congelador, abrir una bolsa de papas fritas y buscar en YouTube un resumen completo de la Champions. «Qué rica vida», dijo mi esposa al verme (acababa de llegar a casa, traía en las manos las compras para la cena). «Esta es mi manera de ejercer la felicidad», le respondí, sin darle mayor contexto. Ella compuso un gesto indescifrable y me devolvió a la tierra con una sola frase:  «Ya, chico feliz, apaga tu computadora, que hoy te toca lavar, cocinar y hacer dormir a las niñas».

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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