El mandatario de transición José Jerí ha señalado que su gobierno de seis meses apuesta por la «reconciliación». Eso significa que él espera conseguir en un semestre lo que el país no ha podido materializar en dos siglos. O es un optimista empedernido o un cínico profesional.

Digamos, para empezar, que es difícil propugnar la reconciliación después de que la marcha nacional del 15 de octubre dejara un muerto, Eduardo Mauricio Ruiz Sáenz, cuya memoria viene siendo pisoteada a diario, y no solo por anodinos usuarios de redes sociales, sino por altos funcionarios del Estado.

Cómo hablar de reconciliación cuando el presidente del Congreso llama «terruco» al joven Ruiz Sáenz, a sabiendas de que su nombre artístico era «Truko», como han tenido que salir a explicar el padre y el hermano de la víctima, haciendo un alto en medio del duelo familiar.

Cómo esperar que se disipe la tensa polarización reinante si el mandamás de la policía opina que el suboficial de tercera Luis Magallanes –cuyo disparo acabó con la vida de Truko– es un «héroe que ha defendido la democracia». (Sobre ese asunto, comparto tres dudas: 1) ¿Por qué Magallanes, entrenado en armas, no disparó al aire disuasivamente en lugar de al suelo?; 2) ¿Por qué la policía considera que es una buena estrategia sembrar efectivos de civil en las manifestaciones?; 3) ¿Y por qué, si es tan evidente la infiltración de agentes, los altos mandos insisten en negarlo?).

Cómo se fuma la pipa de la paz si, en medio de este clima confrontacional, se le obsequian canastas de víveres a la policía mientras Luis Reyes Rodríguez, de 28 años, continúa en el hospital, inducido al coma, luego de que parte de su cerebro quedara destrozada por una bomba lacrimógena lanzada por esa misma policía.

Del mismo modo –todo hay que decirlo–, cómo aspirar a la calma general si algunos de los ciudadanos con visibilidad mediática que salen a ejercer su derecho a la protesta se preocupan menos de subrayar las consignas colectivas y más de exacerbar los ánimos insultando a los policías que tienen enfrente.

En estos días, en realidad en esta época, hay que tener mucho cuidado con el lenguaje. Si bien el primer ministro, Ernesto Álvarez, ha pedido disculpas a los miembros de la generación Z por llamarlos «herederos del MRTA», espero que lo haya hecho por un asunto de conciencia personal, y no por la urgencia de alcanzar el voto de confianza del Legislativo.

Aún no se entiende lo nocivo que es el «terruqueo». Quienes recordamos el modo sanguinario en que actuaron los terroristas de Sendero Luminoso y el MRTA, y la rígida estructura jerárquica sobre la que basaban su delirante proyecto político; quienes oímos las consignas maoístas y escuchamos las detonaciones de los coches-bomba; quienes vimos en los diarios y noticieros los cuerpos mutilados, producto de infames atentados; en fin, quienes vivimos aquel flagelo y luego intentamos comprender su magnitud en los libros escritos al respecto, no podemos consentir que hoy se designe «terroristas» a los sujetos que distorsionan las movilizaciones destruyendo edificios públicos y agrediendo a los uniformados. Para esos delincuentes –porque eso es lo que son–, la ley tiene definido un trato específico y enérgico: reducción con armamento no letal, detención inmediata y régimen carcelario. La policía tiene la obligación de identificar a esos desadaptados, así como de precisar el origen de los recursos presumiblemente ilegales con los que operan.

El terrorismo fue un movimiento criminal alevoso y despiadado que se levantó en armas y pretendió socavarlo todo. Nada de lo que ocurre hoy puede comparársele. La presencia de unos vándalos no reactiva al monstruo que fue vencido militar y socialmente en los años noventa. Llamar «terruco» al «delincuente» solo frivoliza al terrorista de verdad y estigmatiza inútilmente al sujeto que lanza una piedra o dispara una bombarda.

No hay, pues, reconciliación imaginable con ese estado de cosas. Cómo esperar una repentina convivencia pacífica si el gobierno, pese a declarar el estado de emergencia en Lima y Callao, permite la manifestación de mineros informales en la avenida Abancay, pero advierte que cualquier otro tipo de protesta –como la convocada para hoy– corre el riesgo de ser desarticulada.

Tampoco hay manera de apaciguar al país mientras comunicadores e ‘influencers’ sigan propagando la idea irresponsable de que «solo Montesinos acabará con la inseguridad». ¿Dónde estaba esta gente en los noventa? ¿Es que nunca leyeron ni una sola de las reveladoras páginas que Luis Jochamowitz, Sally Bowen o Carlos Iván Degregori escribieron acerca del criminal exasesor presidencial? Conozco la respuesta.

Para que haya, no reconciliación, que es muchísimo pedir, sino al menos un diálogo entre la sociedad y, ya no digamos el gobierno, sino el Parlamento –donde están los representantes de los electores–; para que ese diálogo florezca, el Congreso tendría que abolir, una por una, las leyes promulgadas que facilitan la actuación delincuencial. Y eso, lo sabemos, no va a suceder. ¿Qué país seremos dentro de seis meses? Difícil aventurar un pronóstico, pero la experiencia de los últimos años ayuda a percibir en el horizonte la formación de unas nubes oscuras que, si no lo evitamos, darán pie a una tormenta perfecta.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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