"En el departamento, tendido en su cojín, nuestro gato sigue durmiendo, ajeno a cualquier sentido moral de esta experiencia". (Foto: GEC)
"En el departamento, tendido en su cojín, nuestro gato sigue durmiendo, ajeno a cualquier sentido moral de esta experiencia". (Foto: GEC)
Enrique Planas

La vecina había dado la voz de alerta muy temprano, en el grupo de WhatsApp del edificio. Horas después seguía allí: en lo alto de un poste, cerca de un raquítico y espinoso árbol ensartado entre peligrosos cables de luz. Mi esposa y mi hijo pueden verlo desde la ventana, sus maullidos llegan desde el otro lado de la calle.

Empiezan a desplegarse planes de salvamento que, aunque ineficaces, sirven para ir tejiendo la respuesta temprana: mi hijo cruza la calle llevando una caja con una almohada en su interior para convencerle de saltar hasta él, en una pose curiosamente heroica. El vecino de los bajos comenta que su propuesta es poco práctica, pero su esposa defiende el plan del adolescente: hay que apoyar su iniciativa, le aclara. Más vecinos salen de edificios cercanos para mirar hacia lo alto del poste. ¿Ya han llamado a los bomberos?, ¿al serenazgo?, ¿a la policía?, preguntan. Nuestra respuesta es la misma: no responden. Nos cuelgan.

Los vecinos ya habían formado un nutrido grupo de resistencia. Un auto se orilla en nuestra vereda. Su conductor pregunta qué sucede. Es bombero. Se llama Alan Nieto y forma parte de la brigada de rescate animal de los bomberos de Miraflores. De inmediato hace una llamada, la única que parece tener eco esa mañana y, en minutos, un camión rojo aparece. Detienen el tráfico en la calle y, por un momento, cierto espíritu de comunidad se manifiesta al silenciarse las bocinas.

En el auto, su esposa y su hijo esperan. Les agradecemos que hayan suspendido el paseo planeado, y ella responde, sonriendo: “no hay problema, ya estamos acostumbrados. Él es así: siempre se detiene a ayudar a los demás”. Los efectivos fijan al poste una escalera telescópica y uno de ellos se coloca un traje de seguridad. Sus compañeros convierten sus uniformes en redes para amortiguar una posible caída.

Vemos su ascenso. El animal, trémulo, mantiene su forma erizada. Al llegar hasta él, el hombre lo coge del lomo, cuidando de que las espinas del árbol cercano no los alcancen. Incapaz de entender su propio salvataje, el le dirige sus crueles uñas hasta que cae al vacío y los vecinos reprimen el grito. Allá abajo, otro bombero alcanza a recibirlo antes de que golpeara el suelo. Asustado, pero digno, sin agradecer ni probar la comida dispuesta por los vecinos para él, escapa como agua oscura, trepando de un salto elástico por el muro de un consulado cercano, pidiendo literal asilo. Los bomberos y los vecinos se felicitan por la labor cumplida. El camión se pone en marcha y se escuchan aplausos antes de que el tráfico ordinario vuelva a fluir. En el departamento, tendido en su cojín, nuestro gato sigue durmiendo, ajeno a cualquier sentido moral de esta experiencia.

Mis vecinos, a su manera, han hecho lo único al alcance de las masas para cambiar la historia: salir a la calle.

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