Solo dos semanas nos separan de unas elecciones que debieron ser el inicio de un cambio sustantivo con miras al bicentenario, pero todo indica que será de todo, menos de celebración. Las encuestas publicadas por el IEP y CPI, pese a sus diferencias, muestran información que vale la pena subrayar, en un momento en que lo único seguro es que nada lo es hasta el día de la elección.
La dispersión en la intención de voto no tiene precedente en la historia republicana. Solo a modo de ejemplo, en lo que va del siglo, los dos más votados que pasaban a la segunda vuelta sumaban más de la mitad de los votos válidos. En esta oportunidad, para llegar a esa cifra se tiene que sumar ocho candidatos, número que quizá disminuirá, pero solo un poco.
Los dos que pasen a la segunda vuelta (Lescano, López Aliaga, Mendoza y Forsyth, con más posibilidades) lo harán con porcentajes bajos, lo cual hace de este evento no una continuidad, sino un nuevo partido para la conquista de un amplísimo pastel de votos, por lo que es un escenario de pronóstico reservado. De esta manera, un presidente en estas condiciones requiere más de lo que están mostrando los candidatos hasta ahora. Mayor liderazgo, conectar con las necesidades y deseos de la gente, ampliar equipos de trabajo. Con mayor razón aún, cuando no hay un solo candidato que cuente con un partido que sea su soporte principal para gobernar. Esto se ha convertido casi en una verdad, desde el triunfo de Fujimori, en 1990.
El segundo tema, insistimos desde hace un tiempo en esta columna, es la composición del Parlamento. Aquí la dispersión se convierte en un fraccionamiento partidario más preocupante que ni el umbral de representación o valla electoral lo está evitando. Alrededor de ocho partidos ingresarían al Parlamento, la gran mayoría presentes en el Congreso actual. No hay gran recambio partidario. Lo nuevo será la composición de sus miembros. Pero, salvo escasas excepciones, debido a la no reelección y al pernicioso voto preferencial, los nuevos congresistas carecen de experiencia política y establecen débiles relaciones con los partidos por los que postulan. Ni siquiera se conocen entre ellos y desconocen muchos la propia función parlamentaria. La consecuencia es campañas de candidatos que ofrecen como si postularan a la presidencia. Es pues una caja de sorpresas, que en los últimos años ha sido de las malas.
Fraccionamiento y falta de cohesión partidaria abren el camino a la falta de disciplina, deserción y transfuguismo. Desde el 2001, el número de bancadas se incrementó en casi la mitad. Esto resulta importante para dos problemas latentes que se interrelacionan, inestabilidad y populismo, que llevan a la ingobernabilidad. Repetir el último quinquenio no es solo malo, sino pondría en peligro la democracia misma, ahora que se están mostrando rostros extremos del abanico político, con cierta receptividad.
Bajo este escenario, los debates pueden ser un punto de apoyo para mostrar la capacidad de los candidatos, no solo de propuestas, que son las que más se olvidan en estos eventos, sino observar lo que transmiten en situaciones difíciles, así como la capacidad de emitir mensajes que pueden llegar a las fibras sensibles del elector. Finalmente, la política es comunicación.
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