Pienso en la tos y en la herencia. Pienso en los genes que uno transfiere involuntariamente a sus hijos. Alguien, no recuerdo quién, escribió: «quieres que ellos hereden atributos que no heredan, y heredan males que nunca quisieras que hubiesen heredado». Pienso en eso mientras regreso del hospital, donde Emilia, mi segunda hija, de solo tres meses, ha quedado internada por un severo cuadro de bronquiolitis. Lleva dos días sufriendo accesos de una tos convulsiva que le provoca una flema espesa que no la deja respirar con normalidad. Pienso en su hermana, Julieta, mi hija mayor, quien usa inhaladores desde hace dos o tres años, porque siempre que corre se agita y acaba tosiendo.
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Pienso en la tos de mi padre, esa tos de fumador, seca, áspera, entrecortada, que se originaba en sus pulmones irritados por el tabaco y, una vez expulsada, rebotaba en las paredes de la casa y se quedaba reverberando en el aire de las habitaciones por varios segundos. Pienso que así debió haberse escuchado la tos tuberculosa de George Orwell. Mi madre, por su parte, ya no fuma –lo hacía de joven– pero sí que tose: a menudo se atora al comer y entonces se pone roja, suelta ruidosamente los cubiertos, levanta los brazos, pide agua, su voz se convierte en un hilo y parece que va a atragantarse, pero poco a poco supera el incidente. Pero sobre todo pienso en mi infancia de asmático, en todas esas noches en vela durmiendo sentado; con dos, tres, cuatro almohadas de respaldo; rodeado de medicamentos, frascos de jarabes espesos y oscuros que bebía con cucharitas de plástico, cajas de pastillas rosadas de Ventolín; escuchando ese desesperante silbido que provenía de mi pecho, por la irritación de mis vías respiratorias.
Cuando los accesos de tos se volvían inmanejables, cuando ya ni siquiera funcionaban los preparados de mi madre hechos a base de ajo, jengibre o miel, después incluso de intentar curarlos con baños de vapor en el baño, mis padres llamaban de madrugada al médico, el doctor Baamonde, quien llegaba despeinado y en pijama para auscultarme el tórax y la espalda con su frío estetoscopio. En muchas de esas visitas, una sola revisión le bastaba al doctor para dictar su sentencia: «hay que nebulizar». Y entonces, sin importar la hora que fuese, acudíamos al Hospital Militar, y una vez allí me llevaban a una gélida habitación de paredes blancas y piso de mayólicas antiguas, donde una enfermera me colocaba una mascarilla como las del avión y me dejaba en la solitaria compañía de una máquina del tamaño de una lavadora, que durante veinte o treinta minutos le proveía a mi organismo un líquido gaseoso que obraba el milagro de curarme. ¿De dónde me venía esa enfermedad que no sufren mis dos hermanos?
Para la reconocida pediatra y psicoanalista francesa Françoise Dolto, «los asmáticos son seres muy precozmente sensibles a las relaciones emocionales y psicológicas con su entorno parental». Allí hay una respuesta.
Cuando la otra tarde vi cómo le suministraban oxígeno a mi hija mediante un conducto nasal, y la vi llorar, incómoda con esos tubos, agotada de expectorar flemas, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo, pensé en aquel pasado lleno de toses, y asumí que la paternidad también incluye el legado de ciertos males, ciertas debilidades, ciertas angustias. ¿Hasta qué punto traemos hijos al mundo para curar un poco al hijo enfermizo que fuimos? Quizá las toses de mis hijas se remonten a mi propia infancia, y entonces es a mí a quien toca enseñarles el difícil arte de respirar.
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