“Niña en la cola”. Pestana no solo se dedicó a retratar artistas y escritores. Sus fotos también mostraban lo social y lo cotidiano.
“Niña en la cola”. Pestana no solo se dedicó a retratar artistas y escritores. Sus fotos también mostraban lo social y lo cotidiano.


Por Ana Carolina Quiñonez Salpietro


Decía Susan Sontag que “la mayor vocación de la fotografía es explicar el hombre al hombre”. Eso hizo Baldomero Pestana: explicar el carácter del hombre a través de sus silencios. Rehuyendo muecas y poses, el fotógrafo se negó a mostrar a Martín Adán como un loco o, para ser más precisos, un marginal vocacional, y lo retrató de pie, con terno, corbata, sombrero y bigote, en una playa con neblina. Ahí está condensada su melancolía pero también su dignidad y elegancia.

Baldomero Pestana nació el Día de los Inocentes de 1917, en Castroverde, un pueblo perdido de la Galicia profunda, como él la denominaba. Pero la mayor parte de su vida la pasó entre Argentina, Francia y el Perú. De todos los países donde vivió, donde más se le recuerda es en el nuestro. Aquí pasó diez años y fotografió con la misma admiración y curiosidad a artistas y pensadores consolidados y a otros que lo serían. Por su lente pasaron desde Haya de la Torre hasta una joven Teresa Burga. Sus retratos más celebrados son los de Sebastián Salazar Bondy, José María Arguedas, Ciro Alegría, Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa —en sus propias palabras, uno de los más difíciles de retratar al ser guapo como un actor de cine—, Blanca Varela, Jorge Eduardo Eielson y Fernando de Szyszlo. Sin embargo, en España era hasta antes de esta exposición un secreto conocido solo por sudamericanófilos, como el escritor Juan Bonilla, curador de la muestra, junto con la historiadora del arte Chus Villar.

La verdad entre las manos es la mayor retrospectiva hecha sobre Pestana a la fecha, con 159 fotos. Además, se exhiben sus libros, cartas, fotografías autografiadas y sus cámaras Rolleiflex, Hasselblad y Linhof.

“Niña en la cola”. Pestana no solo se dedicó a retratar artistas y escritores. Sus fotos también mostraban lo social y lo cotidiano.
“Niña en la cola”. Pestana no solo se dedicó a retratar artistas y escritores. Sus fotos también mostraban lo social y lo cotidiano.

La exposición se inauguró el pasado 15 de febrero en el Instituto Cervantes de Madrid. Los curadores buscan introducirnos a Pestana como un fotógrafo total: retratista, fotógrafo flâneur, fotoperiodista y ojo hipersensible a la belleza de las mujeres, sobre todo a la de una, Velia, su “amor absoluto”. Pero también quiere ser un “regalo de cumpleaños póstumo”, como dice la dedicatoria del abecedario de Pestana, libro que acompaña la muestra. “Queríamos que se le conozca más allá de los retratos, que se le descubra como un fotógrafo total y que, además, sus fotos cuenten una biografía,” señala Chus Villar.

Esta empresa no hubiese existido sin la iniciativa de los herederos del archivo, Carmen Rico y Toño Polín, familiares de Pestana, quienes han preservado los 17.000 negativos que dejó el artista como testimonio de su paso por el mundo. La narrativa de la exposición se centra en las tres ciudades que marcaron la vida de Pestana. Aquí intentaremos recorrerlas.

                  —Buenos Aires: el descubrimiento—
Baldo, como se refieren todos a él, recordaba su infancia —haciendo honor a su fino sentido del humor— como dickensiana. Su padre no lo reconoció y su madre lo dejó al cuidado de sus tíos y abuelo cuando él tenía un año, para partir a “hacer la América” en Argentina. A los cuatro, Baldo imitaría con sus familiares la misma travesía que su madre. “Yo no tenía ningún recuerdo de mi madre. Cuando la vi llevaba un vestido sin mangas. Me enamoré de sus brazos, los acariciaba”, le dijo a Fietta Jarque en Retratos peruanos. En aquel tiempo, ser hijo de soltera era un estigma, pero Baldo supo darle la vuelta a su condición: “Mi madre no me quiso, mi padre nunca me reconoció. Tuve la suerte de nacer como un hombre libre”, ironizó.

Fue un polizonte en su familia y, en cierta medida, en la sociedad argentina. En casa le enseñaron —a manera de dogma— que debía olvidarse de hablar en gallego para evitar las burlas y facilitar su integración. Empezó a trabajar a los ocho años, primero como carbonero, luego como ayudante de su tío sastre. Galicia es tierra de sastres, huelga recordar: de ahí son Adolfo Domínguez, Purificación García y Roberto Verino, como muestra. “El oficio de sastre me ayudó porque me dio disciplina. Tú tienes que dar una puntada detrás de otra. No vale que des una aquí y otra allá”, le contó Baldo a Carmen Rico. Ser modisto le exigía algo parecido a la contemplación. Como si entre poner botones, hacer ojales y solapas, Baldo hubiese empezado a entrenar su mirada para lo que vendría después.

Un joven Julio Ramón Ribeyro, a quien Pestana retrató en Lima y París. [Foto: Baldomero Pestana]
Un joven Julio Ramón Ribeyro, a quien Pestana retrató en Lima y París. [Foto: Baldomero Pestana]

No era infeliz como sastre, pero tampoco estaba satisfecho. “Buscaba algo más pero no sabía qué”, confesó el fotógrafo. Se refugió en los libros. Era un dedicado lector de poesía, especialmente, la de Baudelaire, Mallarmé y Pavese y de escritores con aliento poético, como Marcel Schwob y Céline. Por ese entonces, Buenos Aires era un buen lugar para ser lector o escritor. Eran los tiempos de las vanguardias de los grupos Florida y Boedo, de la revista Sur; la época de escritoras como Norah Lange y de las hermanas Victoria y Silvina Ocampo; de las primeras traducciones al español de Joyce y D. H. Lawrence, y de los cineclubes. También fue el tiempo de aspirantes a escritores como Ricardo Zelarayán, esa voz —oculta, desestabilizadora y maravillosa— de novelas como La piel del caballo y del poemario La obsesión del espacio. Zelarayán hizo amistad con Baldo y fue el responsable de que la fotografía transformara su vida. El escritor entrerriano fue uno de los primeros retratados por Baldo. “De joven yo tenía muchos amigos intelectuales que me recomendaban lecturas. Un día uno de ellos me habló de una academia de fotografía. Nos apuntamos los dos. Él no terminó, yo sí. Fui el mejor de los alumnos. Supe que mi salvación estaba allí, el artista que estaba escondido en mí pudo salir”, le contó a Jarque. La galería de retratos se inauguró con Zelarayán y Dizzy Gillespie, capturado en un bar, y se fueron sumando las estampas de Oliverio Girondo y Norah Lange. Eran las fotos que Baldo hacía por “gusto y placer”.

La fotografía también le permitió ganarse la vida retratando bodas, bautizos y sociales en la playa. “Hizo fotos para ganarse la vida, pero también hizo fotos para vivir”, señaló Bonilla en la rueda de prensa. Además, participó en algunos pequeños concursos. La fotografía más antigua de las que conforman la muestra del Instituto Cervantes es un retrato experimental con aires a collage de una mujer con flores en la cabeza. Lo hizo a inicios de la década del cincuenta. En esa época empezaba a ver con otros ojos a una muchacha a la que conocía desde niña en casa de sus tíos. Se casó con ella, a pesar de la convicción anarquista que lo llevaba a despotricar contra el matrimonio. Se llamaba Velia Martínez y fue la mujer a la que más fotografió. No tuvieron hijos porque eran recelosos de su libertad e independencia y porque —según decía Baldo— no quería competir por el amor de Velia.

                             —Lima: la consolidación—
Corría el año 1957 y en Argentina la situación política y económica era tumultuosa. Baldo y Velia decidieron que era momento de escapar; tenían tres posibles destinos en mente: Cuba, Perú o México. Eligieron el segundo por motivos pragmáticos: el boleto era el más barato. La pareja tomó un avión hasta Valparaíso y luego un barco italiano llamado Andrea C., cuyos pasajeros eran, en buena parte, extravagantes artistas de un espectáculo de variedades.

La poeta Blanca Varela en uno de los retratos más célebres del fotógrafo nacido en Galicia. [Foto: Baldomero Pestana]
La poeta Blanca Varela en uno de los retratos más célebres del fotógrafo nacido en Galicia. [Foto: Baldomero Pestana]

Baldo llegó con tres cartas de recomendación. La única que logró su cometido fue aquella dirigida a la mítica Mocha Graña, quien lo invitó a su casa para conocer su portafolio. Esa inofensiva reunión informal fue, en realidad, una fachada para una heterodoxa entrevista con Esteban Pavletich, director de El Peruano. A Pavletich le entusiasmó la mirada de Baldo y lo convirtió en su fotógrafo estrella. Ese trabajo le abrió la puerta a la escena cultural peruana y, con ella, a la recordada generación del cincuenta.

Uno de los primeros retratos de artistas y escritores que hizo en la capital peruana fue del viejo Enrique López Albújar. Lo inmortalizó de perfil, con boina, las piernas y las manos cruzadas. Con el aire de esos ancianos irlandeses recios, que dejan asomar una pequeña rajadura de John Ford. “Un señor de cierta edad, algo percudido por la vida, con algún defecto, la boca torcida o algo así. Lo senté en una silla cerca de una ventana. Cuando le llevé la foto para que la vea me dijo en tono lúgubre: “Sí, acá estoy esperando la muerte”. Decía Sontag que cuando sentimos miedo, disparamos un arma, pero cuando lo que sentimos es nostalgia, sacamos fotografías. Los retratos de Baldo son registros de la nostalgia del personaje, pero también del fotógrafo.

Baldo consiguió apropiarse de los rostros y las vidas de escritores, artistas o pensadores como Víctor Andrés Belaunde o el líder aprista Víctor Raúl Haya de la Torre, cuyo retrato llegó a ser —sin permiso de por medio— la imagen del billete de 50.000 intis del primer gobierno aprista.

El escritor mexicano Carlos Fuentes, bajo el paciente lente de Baldomero Pestana.
El escritor mexicano Carlos Fuentes, bajo el paciente lente de Baldomero Pestana.

Retrató a Mario Vargas Llosa, que acababa de publicar La casa verde, por encargo de la revista Life en español, que lo había identificado como una pluma a la que había que seguir los pasos. La exposición nos ofrece también la hoja de contacto de la sesión en la que el Nobel arequipeño está rodeado de libros, enfrentado a su reflejo en una ventana, con Patricia sonriente y con los brazos cruzados, o serio con esa mirada racional que impregna en su literatura. Vargas Llosa definió a Pestana como un artista en el texto que acompañó su primera exposición en Lima en la década del sesenta: “Aquí está, en efecto, todo: la verdad y la mentira del Perú, la riqueza y la pobreza de Lima. Lo insólito, lo tierno y lo odioso que nos rodea se transparentan suavemente en estas cartulinas animadas por la intuición certera y la mirada profunda de Pestana”.

Baldo consideraba que su mejor retrato era el de José María Arguedas. Consiguió lo imposible: que el escritor mirara a la cámara. Arguedas está sentado con los bolsillos en la mano —ese gesto de la rebeldía adolescente que aparece reiteradamente en las películas de Elia Kazan— al lado de una gran ventana y un libro sobre el que se ha colocado un par con lentes. Su mirada muestra una rara mezcla de insolencia y resignación.

Dos de sus retratos más interesantes son de escritores flacos, con apariencia de aves quebradizas: Sebastián Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro. A ambos los fotografió cerca de ventanales y con sus máquinas de escribir, ya que para Pestana era indispensable contar en la imagen a qué se dedicaba el personaje, apoyándolos en las puertas y ventanas para trabajar esa luz complicada de la ciudad. Quizá uno de los retratos más bellos que realizó fue el de Salazar Bondy en pose de pensador y parte del pecho pegado a la mecanográfica, como si fuesen un sólido bloque. La cámara capta cómo mira un observador agudo y nos invita a imaginar qué hay detrás de esa forma única de
ver las cosas.

En Lima se convirtió en colaborador de la revista Life en español, de cuyo estilo había sido admirador. Hizo reportajes como el de la campaña electoral de Fernando Belaunde o el de las muchachas más lindas de las ciudades latinoamericanas. Su trabajo también se expuso en la revista Caretas y en el Boletín Trimestral del Fondo de las Naciones Unidas para la infancia de UNICEF. Recorrió los entonces llamados “pueblos jóvenes” con la finalidad de observar cómo era la vida de los niños en los márgenes de una ciudad que cambiaba con la migración. El reportaje no es una sublimación de la miseria ni un instrumento manipulador que busca despertar compasión alguna, sino un ejercicio de contemplación del candor, el juego y la curiosidad.

En 1966 tuvo su primera exposición en el Instituto de Arte Contemporáneo. Se llamó Pestana y estuvo conformada por 120 obras en blanco y negro y color.
Baldo y Velia dejaron el Perú un año antes del golpe de Velasco, como presagiando la tormenta o siguiendo los pasos de los escritores que Baldo tanto admiraba.

              —París: expansión de la perspectiva—
Antes de instalarse en París, estuvieron en España, pero les pareció un rincón sumamente gris. De ese período resalta la fotografía que tomó de la Gran Vía en Madrid y aquella foto de Velia en una estepa perseguida por un cura.

En París, Velia fue aeromoza de Aerolíneas Argentinas y Baldo empezó a experimentar con la pintura hiperrealista y a ganarse la vida fotografiando a artistas. A su colección de retratos le sumó el de Gabriel García Márquez, a quien lo capturó en dos sesiones. Gabo le dedicaría una foto: “Para Baldo, de la menos fotogénica de sus víctimas”. También retrataría a Carlos Fuentes, Man Ray y a un joven y fibroso Roman Polanski. A Ribeyro lo siguió retratando en la capital francesa. Reza la leyenda que gracias a Baldo existen las Prosas apátridas. El fotógrafo tenía la idea de hacer un fotolibro con él y le pidió que le muestre un trabajo inédito. Ribeyro le enseñó ese conjunto de pequeños y fulgurantes textos que filosofaban sobre la cotidianidad. Baldo dijo que no podía ilustrar esas prosas porque le faltaban elementos gráficos de apoyo. Creemos que esa colaboración hubiese dado a luz a una interesante criatura hecha de silencios y sutilezas.

La verdad entre las manos viajará a Santiago de Compostela, París, y probablemente el próximo año llegará a Buenos Aires y Lima.

Un joven Mario Vargas Llosa posa para la cámara de Baldomero Pestana.
Un joven Mario Vargas Llosa posa para la cámara de Baldomero Pestana.

la palabra de bonilla
¿Qué es lo que más destacas de Baldo Pestana como retratista?
La complicidad que hay entre el fotógrafo y el modelo. Hay una relación de confianza, cercanía, admiración y comodidad. Incluso hay un componente de insistencia, como con García Márquez. Estamos hablando de cercanía real; era un fotógrafo que quería indagar en un personaje hasta arrancarle la imagen idónea.

¿El trabajo de Pestana podría inscribirse en una tradición española?
En las décadas del cincuenta y sesenta pasa algo en todos los países del mundo: una sombra mayor que lo cambia todo. Igual que Picasso en la pintura, en la fotografía ese nombre es Cartier-Bresson. Hasta que no aparece Robert Frank en los años sesenta todo tiene un aire de Cartier-Bresson. Eso hace que fotógrafos como Nacho López, de México, tengan un aire de familia y de la época. Las épocas, queramos o no, tienen voz propia. No podemos escapar de ellas. Sí hay un aire de hermandad entre lo que hace Pestana con lo que hacen españoles como Francesc Català Roca, Xavier Miserachs, Carlos Pérez u Oriol Maspons.

¿Hay una mirada de extranjero en las vistas de la ciudad de Pestana?
Él piensa que Lima y Buenos Aires son la gente que vive en la ciudad y no sus monumentos. Si ves fotos de la Lima o el Buenos Aires urbano, podrían ser perfectamente la misma ciudad. No tiene signos de reconocimiento. Crea de alguna manera una ciudad Pestana hecha de París, Buenos Aires, Madrid y Lima. La mirada del fotógrafo crea una ciudad hecha de ciudades distintas.

¿Qué lo impulsa a regresar a Galicia?
Cerrar el círculo. Después de enviudar en París se le ocurre regresar al lugar donde nació y vivió muy poco. Como si buscara recuperar algo. Tiene un dibujo muy bonito de un niño que se asoma por una ventana y ve regresar a un hombre mayor.


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