

IN MEMÓRIAM
Mientras Francisco Miró Quesada Cantuarias leía y escribía, su mujer Doris Rada se ocupaba de crearle el ambiente propicio. Y de atender los asuntos domésticos, aunque a Miró Quesada no le importara demasiado que su hijito Paco le interrumpiera sus momentos de estudio para pedirle que le dibujara un dinosaurio, algo que el polímata solía ejecutar sin prisa alguna y primorosamente. Doris lo hacía todo y todo lo hacía bien, parafraseando aquéllas célebres palabras de Mario Vargas Llosa a Patricia Llosa en Estocolmo. Sería impensable concebir la obra del sabio sanmarquino sin el prodigioso tándem que forjó con su querida esposa, de una extraordinaria inteligencia y una belleza despampanante
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Oswaldo Guayasamín retrató esa imponente hermosura, resaltando una mirada penetrante y un elegante cuello alargado. En su casa de Lima se cuelga ese formidable cuadro, justo enfrente del de su egregio marido, también elaborado por el genial maestro quiteño. Doris diseñó ese hogar de los Miró Quesada Rada con muy buen gusto, en el que no faltaban numerosas referencias culturales andinas, americanas, europeas y hasta asiáticas, como su comedor decorado con arte imperial chino.
Le gustaban los viajes y la vida social, a la que a veces tenía que llevar a rastras a su pareja. Y se movía con soltura e intuición en el ámbito económico, quizá por circular por su sangre el espíritu emprendedor de su familia arequipeña e iqueña. Que al lado de un gran hombre siempre hay una gran mujer, nunca detrás, se confirma con rotundidad en el caso de Doris Rada. Su personalidad jamás resultó eclipsada por la de su inolvidable compañero de fatigas, aunque ella siempre estuviera en un discreto segundo plano. Constituyó para él un referente permanente. Fue su sombra y confidente desde que se conocieron de jóvenes en un baile y decidieran juntar sus vidas.
Doris ya se ha vuelto a reencontrar con quien protagonizó su larga e intensa singladura vital. Se ha ido a los ciento un años -uno más que su esposo- rodeada de hijos y nietos que la adoraban, confiando en ver el rostro de Dios y de ser acogida por la Virgen María, a la que tantos Rosarios ofreció en soledad o con sus amigas.
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