"Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos". (Foto:  Auschwitz-Birkenau State Museum)
"Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos". (Foto: Auschwitz-Birkenau State Museum)
Raúl Tola

A pesar de su sencillez, la imagen que recibe al visitante es muy elocuente. Antes de entrar a la sala de exposiciones, uno se encuentra con un vagón de carga idéntico a los que, entre el verano de 1940 e inicios de 1945, el régimen de Adolf Hitler empleó para transportar a opositores políticos, prisioneros de guerra rusos, gitanos y sobre todo judíos. Es un furgón pequeño y desvencijado, una caja de madera de paredes descascaradas y travesaños curvos. Al verlo es inevitable imaginar la angustia que debieron experimentar las personas que viajaron dentro, hasta 80 apretadas en un espacio minúsculo y asfixiante que se recalentaba en verano o helaba en invierno, días y días de pie, sin apenas agua ni comida.

Los prisioneros solo sabían cuál era su destino cuando llegaban. El más frecuente solía ser un punto en el mapa de los territorios de la Polonia invadida por el Tercer Reich, una antigua ciudad industrial llamada Oświęcim, cuya privilegiada ubicación –en pleno corazón de Europa– la convirtió en un nudo ferroviario donde los nazis levantaron el más mortífero y tristemente célebre de todos sus campos de concentración.

RECORRER LA BARBARIE
Estamos en "Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos", una exposición itinerante que reúne cerca de 600 piezas originales, 400 imágenes y 100 historias provenientes del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y de 60 colecciones públicas y privadas. Tras su inauguración en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid –donde acaba de ser prorrogada hasta octubre, luego de congregar a 350 mil espectadores desde su apertura en diciembre pasado–, la muestra recorrerá otras trece ciudades del mundo durante los siguientes siete años.

Visitarla es una experiencia estremecedora. Luego de repasar la historia de Auschwitz –nombre alemán de la ciudad, que terminó imponiéndose para la posteridad– y analizar los orígenes del odio hacia los judíos, cuyo exterminio constituyó uno de los puntos capitales del demencial ideario político de Hitler, la exposición se adentra en el campo.

Acompañamos a los prisioneros que descendían a trompicones de los trenes de carga y eran recibidos por los violentos guardias de las SS, las fuerzas especiales comandadas por Heinrich Himmler, uno de los hombres más poderosos de la Alemania nazi y responsable de la construcción de Auschwitz. Junto con otros gerifaltes del Tercer Reich, Himmler participó en la Conferencia de Wannsee de 1942, donde fue acordada la "solución final de la cuestión judía", que desembocó en uno de los capítulos más siniestros de nuestra historia: el Holocausto. A lo largo de los años, solo en este lugar murieron un millón de judíos y más de 120 mil polacos, gitanos y soldados soviéticos presos, entre otros.

EN SU MEMORIA
Víctimas de esta campaña de exterminio eran las personas que aparecen fotografiadas a ambos lados de la exposición: una madre con sus dos niños –uno de ellos pacíficamente dormido en brazos– venidos de Lubní (Ucrania); un puñado de mujeres con pañuelos y de chiquillos en pantaloncillos cortos traídos desde el norte de Hungría; un anciano separado de su nieto, tal como los dibujó el prisionero M.M., quien preservó sus ilustraciones a lápiz escondiéndolas en una botella entre los cimientos de su barracón.

Como ellas, un millón 300 mil personas llegaron al andén de Auschwitz, donde fueron separadas de sus familiares y despojadas de sus pertenencias. Seguimos su calvario cuando eran formadas en dos columnas, una para los hombres mayores de 16 años y otra para las mujeres y los pequeños. A una orden de un guardia, todos marchaban hacia el interior del campo, en cuya entrada se leía la célebre frase: "Arbeit macht frei" (El trabajo los hará libres). En cuestión de segundos, los médicos del campo valoraban su edad, estado de salud y fortaleza. Por regla general, los ancianos y niños eran enviados sin mayor trámite a morir a las cámaras de gas disfrazadas de duchas industriales. Los criterios para las mujeres y los hombres variaban de acuerdo a las necesidades diarias y al capricho de sus evaluadores.

A partir de ese momento, en la muestra se suceden los mecanismos empleados por los nazis para confinar, humillar, atormentar y, en última instancia, acabar con sus prisioneros. Están los potros de tortura y los gruesos látigos de los guardias; los postes de hormigón cruzados por alambres de púas electrificados; las horcas móviles, las máscaras de los encargados de accionar las cámaras de gas y las imágenes de los enormes crematorios de cadáveres. Incluso han trasplantado una barraca desde el campo, junto con la mesa de operaciones que presumiblemente empleó Joseph Mengele para perpetrar sus sádicos experimentos con seres humanos.

NUNCA MÁS
A pesar del impacto ocasionado por estos artefactos, solo cuando nos detenemos delante de los abundantes objetos de uso cotidiano, que fueron confiscados a la entrada del campo, terminamos de entender dónde estamos y qué pasó. ¿A quién perteneció el pequeño zapato rojo que encontramos al entrar? ¿Quiénes lavaban en estas bateas, usaban estos lentes para la miopía, se enjabonaban con estas brochas de afeitar o cargaban estas maletas? ¿A qué persona envolvieron esta manta, este traje a rayas o estos toscos zuecos de madera? ¿Sobrevivieron la mujer que escribió este librito de poemas con forma de corazón, el tallador de esta Virgen María, la escultora de este trébol de cuatro hojas?

Al instante, uno puede hacerse una remota idea de la mezcla de asombro, espanto e incredulidad que paralizó a los soldados soviéticos que aquel 27 de enero de 1945 llegaron a Auschwitz, de donde, en un delirante intento por borrar las pruebas de su barbarie, los SS habían evacuado a la mayoría de internos. Dentro permanecían cerca de 7.000 personas, tan deterioradas que no todas lograrían sobrevivir a los días que vinieron. Los liberadores también encontraron grandes madejas de pelo que se empleaban como aislante, montañas de cenizas humanas para emparejar los caminos en tiempo de nevadas, kilos de dientes de oro y botones sueltos.

Enfrentados a tantos horrores –entre los que se han colocado testimonios, reflexiones y poemas de una precisión escalofriante–, es inevitable alcanzar el final de este recorrido preguntándonos cómo pudo llegarse a este extremo. ¿Cómo es posible que hubiera seres humanos capaces de pensar y poner en práctica estas monstruosidades? Si ocurrieron una vez, ¿pueden volver a ocurrir?

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