Ella se mueve con convicción en medio del salón. Agita caderas y falda como solo aprende a hacerse cerca del fuego gaditano, en el corazón de Andalucía. Agita su ensortijado cabello negro con la personalidad del sol y mira al hombre fijamente. “La luna te besa tus lágrimas puras/ Como una promesa de buena ventura/ “La niña de fuego” te llama la gente/ Y te están dejando que mueras de sed”, le canta él, y las manos de ella se contorsionan en el aire como su propio corazón. Dará unos pasos más, como quien va a la guerra; se quedará quieta, como quien viene de ella. Iniciará un imperio con cada uno de sus pasos. La pasión marcará su nombre. Y aún no ha dicho una sola palabra. “Ay, niña de fuego/ Ay, niña de fuego/ Dentro de mi alma yo tengo una fuente/ Para que tu culpa se incline a beber”, le siguen cantando. Aquella mujer, hija de cantinero y costurera, había nacido con un don que marcaría una nueva historia para la copla y el flamenco.
Su nombre es Lola Flores. Quien le canta, Manolo Caracol. “La niña de fuego” sería el mayor éxito del entonces ya consagrado cantautor. Es la historia de un hombre sensato, que se enamora de una chica casquivana, amante de la vida nocturna, y le ofrece salir de ese mundo, a cambio de su amor. La escena de baile corresponde a la película “El embrujo” (1947), que los inmortalizó con aquel tema. Lola Flores tenía apenas 23 años y hacía 4 que había iniciado una relación prohibida con el célebre artista, que era casado. Juntos, harían otra película, La niña de venta (1951) y aquel mismo año emprendieron caminos separados, cuando los celos y las peleas se hicieron insoportables. Antes del cine, el espectáculo “Zambra” que emprendieron en 1943, con las huellas de la Guerra Civil aún frescas, se convirtió en un importante acontecimiento cultural que se mantuvo varios años. Su rostro empezaba a hacerse familiar y querido entre los españoles. Es la primera piedra de la sólida leyenda que construirá María Dolores Flores Ruiz, la volcánica, carnal y libérrima Lola.
Vientos de Andalucía
Jerez de la frontera, 1923. Cómo si supiera de antemano de qué trataba el mundo y cómo iba a defenderse en él, nació cual si fuera un cante y aprendió a caminar como quien danza. Su talento precoz la llevó a destacarse pronto en ambas artes, teniendo como primer escenario las mesas del bar de su padre, donde se paraba a bailar alrededor de los vasos de vino. Su estilo histriónico la hizo inconfundible. En Lola se expresaba todo. Su cabello salvaje, sus manos imparables, sus pasos que marcaban fuego al girar y hacer sonar sus tacos sobre el mundo. Expresan sus cejas, su transpiración, su abanico, su falda en remolino, su bata de cola, sus castañuelas, el chasquido de sus dedos, sus aretes, sus ojos que son también el paisaje de Jerez de la Frontera cuando cae el sol.
El mundo no tardó en darse cuenta que Lola era candela viva. “Por aquel desprecio que yo regalaba/ Alguien “La Faraona” me empezó a llamar/ Y yo no hice caso de aquella lisonja/ Yo seguí mis pasos sin mirar atrás”, cantó en uno de sus temas más emblemáticos. Y el apelativo quedó.
Aunque no logró convertirse en “la Anna Magnani española”, como ella quería, en los años 50 filmó más de 15 películas, hizo una gira que la llevó, entre otros países, por Cuba, Ecuador, Colombia, Chile y la trajo también al Perú en 1955. La diva cantó en Radio Victoria y volvería en otras ocasiones. “Todas las “penas y limosnas de amores” se juntaron y Lola, la incomparable Lola, impuso su personalidad de artista en una actuación para el recuerdo eterno. Allí estuvimos, interrumpiendo con los “comerciales”. Aún me queda el zapateo de sus bailarines flamencos y el eco de esa música llamada “copla” con su mensaje de historia dramática. Todo el arte histriónico de una mujer gitana, que se envolvía en el remolino de su traje y hacía hablar a su cuerpo”, recordó hace unos años en su blog José Carlos Serván Meza, entonces un novel locutor de Radio Victoria.
A pesar de su agitado ritmo de giras y conciertos, tuvo también tiempo para protagonizar sonados e intensos romances que fueron maná para los diarios de la época, ávidos de chisme. Una de estas historias incluyó a Gerardo Coque, jugador del Valladolid y del Atlético de Madrid que dejó a su esposa y al club para huir con ella a América, como amante y productor. La pintoresca aventura no duró mucho y Lola lo mandó de vuelta con su esposa.
Así anduvo, hasta que se enamoró del cantante, guitarrista y compositor Antonio González, “El Pescaílla”, con quien estableció un clan que sería clave en el mundo artístico de su país –e incluso más allá- en los últimos 60 años. “Cuando me volví a encontrar con Antonio, cogí el cielo con las manos”, recordó Lola alguna vez.
Sus tres hijos, Lolita, Rosario y Antonio Flores se dedicaron al arte y se ganaron un nombre por sí mismos años más tarde, aunque el último de los tres –padre de Alba, la popular “Nairobi” de La casa de papel- muriera prematuramente, agobiado tras la partida de su madre, a los 34 años. En 1961, para su bautizo, estuvo presente una cercana amiga de su madre, que disfrutaba la vie de bohème en la España de entonces: Ava Gardner. Lola era el alma de la fiesta sobre el escenario y también fuera de él. Se han contado muchas historias de las juergas interminables que armaban ella y El Pescaílla en su departamento de la calle María de Molina de Madrid. En alguna de ellas, presos de entusiasmo –y, sin duda, de copas-, llegaron a despertar a sus pequeños hijos para que bailaran para sus invitados. Todos vivían felices en un ambiente de arte, alegría y completa libertad.
Bendito duende
Lola comenzó la década del 60, la que la consolidaría como figura de la cultura popular, cantando en el teatro Olympia de París. Aparecía además en televisión, cantaba allí, daba entrevistas, asistía a galas y eventos, fiel a su carácter sociable. Condujo también algunos programas y actuó en series. Esto, para bien o para mal, dejó un legado de frases suyas que pasaron al imaginario popular en momentos no precisamente cómodos. En una presentación en TV en 1977, paró de cantar porque mientras bailaba perdió un arete de oro e hizo hincapié en que se lo devolvieran “porque mi trabajo me costó”. Luego, en 1983, miles de personas acudieron a la iglesia en la que se casaría su hija Lolita. Con evidente incomodidad, Lola tomó un micrófono y los exhortó: “Si me queréis, irse”. Nadie le hizo caso. Luego, en 1989, cuando tuvo problemas con Hacienda por fraude fiscal, enterada de los impuestos pendientes que debía cancelar, dijo: “Si una peseta me diera cada español, podría pagar”, convirtiéndose en caprichosa pionera del crowdfunding. En otra ocasión, le preguntaron “¿Por qué pones a Dios por testigo cuando dices tantas mentiras?”. Y ella respondió: “Porque cuando yo digo las mentiras, las convierto en verdad”. Estas son solo algunas muestras de su peculiar carácter, ese que tuvo su sello definitivo en el “duende”, ese encanto misterioso con el que era capaz de domar el viento, la música y los sueños de España en una canción. Como ella misma lo dijo: “¿Sabes porque estoy guapa? Porque el brillo de los ojos no se opera”.
“El lerele” –como le llamó más tarde al chalé de La Moraleja en el que falleció-, “Limosna de amores”, “Pena, penita, pena”, “La zarzamora”, “Que me coma el tigre”, “A tu vera”, “Tengo miedo, torero”, “Hey”, “Torbellino de colores”, “Fuego, fuego” o “La luna y el toro” son notables ejemplos de su cantar que han quedado para siempre.
En 1990, tras recibir un homenaje en Miami en el que participaron Celia Cruz, Rocío Jurado, El Puma José Luis Rodríguez, Julio Iglesias, Olga Guillot o Raphael y otro posterior en Antena 3, aseguró “Ya puedo morir tranquila”. Poco después, le pusieron su nombre a una calle de Marbella, su lugar favorito de veraneo por más de 30 años. Lola parecía estarse despidiendo de todos.
Ay pena, penita, pena
En 1995, casi ya sin fuerzas, cantó en público por última vez en las Fallas de Valencia. Falleció apenas dos meses después, alrededor de las 5 am del 16 de mayo de ese año en su casa de La Moraleja, Madrid, acompañada por sus seres queridos, tras pelear tenazmente con un cáncer que se le detectó inicialmente a inicios de los 70.
Allí fueron a despedirse amigos y colegas como Rocío Jurado, Raphael, Carmen Sevilla o Isabel Pantoja. “Ya estaba bastante mala, ya estaba sufriendo mucho porque no podía ser Lola Flores, con esa vitalidad y esa cosa muy grande que ella ha tenido. Ella pedía a Dios que se le llevara, también”, declaró entonces su hermana Carmen, otra talentosa cantante, aún hoy viva. “Ustedes no la olviden nunca porque ha sido la española más española que ha dado España”, dijo su amiga y colega cantante Paquita Rico. “Inventó un modo de cantar, de bailar, de ser y de vivir dentro del arte flamenco”, afirmó por su parte, entonces, Pedro Almodóvar. El escritor catalán Terenci Moix, quien la llamó “Uno de los personajes más atractivos de la España contemporánea”, escribió sobre ella en el prólogo de “Lola Flores: el volcán y la brisa”, el libro autobiográfico que firmara Juan Ignacio García Garzón: “Si su personalidad artística mereció los más encendidos elogios, su vertiente sociológica constituye hoy un filón inagotable. Fue la sublimación del triunfo personal, el ascenso hacia el éxito establecido peldaño a peldaño, pero también el desgarro vital, con ese punto de sinceridad arrolladora que siempre la engrandeció. Ella es eterna”. Y agrega Moix: “Era mucha Flores esa Lola”.
Su capilla ardiente se instaló en el Centro Cultural de la Villa, en la Plaza de Colón de Madrid. Se ha calculado que cerca de 200 mil personas fueron a despedirse de ella.
Así partió una mujer que pudo triunfar durante el franquismo -a pesar de representar la revolución- tenía ya un respeto ganado en la transición, que afrontó sin sobrealtos, y, por supuesto, también entre los progresistas, gracias a un carácter transgresor que supo cantarles a los amores perdidos, a las noches interminables, al despecho, al orgullo femenino, pues puso como epicentro de la emoción de sus canciones e interpretaciones, el deseo y la libertad. Lola fue una mujer poderosa en el vasto sentido de la palabra. Según el cantaor Enrique Morente, “Era arte puro en movimiento”. Su hija Estrella le dedicó “A Lola” en un documental sobre su figura: “Y ella, la faraona, torbellino de colores, reina del temperamento, la de la bata de cola, Lola, Lola, Lola”.
Personaje peculiar, reina de su reino, le gustaban las joyas notorias, los bingos, los casinos, el color dorado, el animal print, los lunares, los grandes aretes, el maquillaje llamativo, los vestidos color pastel, las uñas largas y pintadas, el delineador negro. Fue, en suma, una madre superiora de lo kitsch convertida en icono LGTBQ que alguna vez se preguntó a sí misma: “Lola Flores, ¿y no vendrás tú de otro planeta?”.
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