
Once relatos componen el último libro de Fernando Romero Rosarito se despide y otros cuentos (1), editado en Santiago de Chile hace cerca de un año y que sólo este mes llega a las librerías limeñas. El contacto con medios extranjeros ha llevado al escritor peruano, generalmente, hacia soluciones literarias extremas: ruptura definitiva con los motivos que ofrece nuestra realidad en cuyo caso se le acusará de sucumbir al “cosmopolitismo frívolo”, o, por el contrario, adopción de un exacerbado nativismo, que algunos calificaran como “limitado localismo revanchista”. Romero, que vive en Estados Unidos, ha resuelto eclécticamente este problema: el ámbito geográfico de sus narraciones ha sido ampliado con la incorporación de temas, ambientes y personajes del país sajón, que el autor utiliza simultáneamente con elementos extraídos de su tierra natal.
El resultado de esta conciliación, en los casos de Rosarito se despide y Feliz Año Nuevo es eficaz: las menudas agudezas criollas de una loretana para sobrevivir en la gigantesca urbe neoyorquina, y las crisis psicológicas de una joven peruana sometida a sistemáticas enseñanzas de manejo del hogar para su inflexible suegra yanqui –a quien, finalmente, en una rabieta del más puro sabor nacional, romperá la cabeza de un botellazo –, están relatados con soltura expresiva, y en los dos relatos vibra un humorismo grato, que el autor va soltando a pausas en el dialogo y en las descripciones. Aunque Romero, que conoce la técnica del “calembour” y la “boutade”, consigue sus mejores hallazgos en este tipo de escritos, a los que impregna una comicidad fácil y vivaz, trabaja también sobre temas severos, con los que construye pequeños dramas: en esos cuentos le dominan, a veces, ciertos resabios sentimentales, como en “El Traje Blanco”, que refiere el día de la primera comunión de una niña doblegada por institutrices implacables, y en “La Carta”, historia de una mujer que muere angustiada por haber engañado epistolarmente a su marido.

En “La Coalición”, crónica de los últimos minutos de los tripulantes de un submarino inmovilizado en el fondo del mar, precisamente por causa de una minúscula concesión romántica, se interrumpe y debilita un atractivo clima dramático, distribuido con perfección hasta ese instante, en el momento más espectacular el relato se detiene para que un moribundo escriba, entre otras cosas: “Solo veo tus ojos, Laura... Tus ojos me llaman a la vida. Me gritan promesas. Reflejan nuestros besos bajo los árboles del parque”.
Romero hace también una inclusión por la selva pintoresca del indigenismo –baño lustral irrenunciable para la nueva generación, según postulan entre epítetos innumerables, los defensores criollos del realismo social –, pero lo hace con habilidad, sin olvidar que el compromiso fundamental del escritor esta contraído con el lenguaje y lo obliga sobre todo a escribir bien: “28 de Julio” narra el amor imposible de un indio por una niña blanca, y tiene como lujoso telón de fondo, la bárbara ceremonia del “cekqollo”, en la que vence quien soporta más tiempo, inmóvil y a pie firme, los latigazos que descarga contra él su contenedor. Los otros relatos del volumen están elaborados dentro de pautas semejantes, y revelan una ambición sincera en el autor de purificar los medios expresivos, su conocimiento de la difícil técnica del cuento, y una imaginación versátil que invade de pronto terrenos sorpresivos. “Hacia ese cielo libre”, por ejemplo, es un extraño e interesante experimento tragicómico: un leopardo peculiar, inquieto por generosas preocupaciones sociales, escapa de su jaula, con el afán de vivir en armonía y santa paz entre los hombres. Su hermoso arrebato tiene una culminación previsible: desengañado, sollozando, fallece de un ataque cardíaco.
(1) Fernando Romero. Rosarito se despide y otros cuentos. - Santiago de Chile, Editorial Pacífico, 1955. 128 pp.