
Hace unos meses, participé en una reunión del Diálogo Minero, un espacio plural donde se discuten temas minero-sociales con altura y respeto. Uno de los temas tratados en esa reunión fue especialmente delicado: la relación –y tensión– entre la gran minería y la minería artesanal e informal.
Una académica presente planteó una pregunta crucial: ¿cómo armonizar el conflicto entre los grandes proyectos mineros y las operaciones artesanales que trabajan en sus márgenes, muchas veces dentro de sus concesiones? La interrogante es válida. En regiones con historia minera, no es raro ver concesiones inactivas durante años, mientras cientos de pequeños mineros buscan subsistir sin acceso formal a yacimientos.
El argumento de los artesanales es claro: si una empresa no explota su concesión, ¿por qué impedir que otros lo hagan? Pero la situación no es tan simple.
La exploración minera es una carrera de largo aliento. Para hallar un gran yacimiento, se requieren extensas concesiones, estudios geológicos, análisis en campo, permisos y perforaciones. Desde que se identifica una zona con potencial hasta que se inaugura una mina pueden pasar fácilmente 15 o 20 años. Durante ese tiempo, la empresa necesita asegurar espacios no solo para la mina, sino también para relaveras, plantas, vías de acceso y canteras, incluso para potenciales extensiones futuras. No se trata de especular: se trata de planificar.
Ahora bien, permitir que mineros artesanales operen dentro de estas concesiones plantea un problema grave de responsabilidad. Si ocurre un accidente o un daño ambiental, la empresa titular es la responsable ante el Estado. Aun si no tiene ninguna participación en la operación. Por eso, muchas compañías no aceptan firmar acuerdos con mineros informales, por más voluntad que exista.
Esto ha generado un círculo vicioso: los pequeños mineros acusan a las empresas de acaparar recursos sin explotarlos, mientras las empresas se ven atrapadas por un marco legal que las hace responsables de lo que pueda ocurrir sin control alguno.
Desde las regiones y el Gobierno Central, se exige a las empresas que “cedan” sus concesiones, mientras los mineros artesanales reclaman que no se puede permitir que áreas ricas en minerales queden improductivas. Ambos tienen razón. Pero sin las garantías necesarias, el riesgo es demasiado alto.
¿Qué hacer? Desde mi experiencia, una salida pasa por la acción decidida del Estado. Se necesita un marco legal que permita a las grandes empresas suscribir acuerdos con mineros artesanales sin asumir responsabilidades por sus operaciones, siempre que estos cumplan estándares mínimos de seguridad y ambientales. Es decir, que presenten un plan de operación, cuenten con un instrumento ambiental aprobado y se comprometan a remediar los impactos al final de sus actividades.
No se trata de obligar a nadie, sino de generar confianza y condiciones para la coexistencia. Si logramos eso, podremos transformar un conflicto persistente en una oportunidad de inclusión y desarrollo. Pero si seguimos sin enfrentar el tema, no habrá más que conflictos que eventualmente escalarán y terminarán en violencia. ¡Evitémoslo!