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El Estado que se niega a aprender
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El Estado que se niega a aprender

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No hará falta un virus más agresivo para que la próxima pandemia sea peor que la del COVID-19. Bastará con que el Estado Peruano siga actuando como hasta ahora: sin memoria institucional, sin convicción para gobernar y sin voluntad de corregir. Si estalla una nueva emergencia sanitaria, el país llegará más frágil, desordenado e injusto que tras la última crisis.

En democracias con instituciones sólidas, los grandes errores se documentan, analizan y se corrigen para evitar su repetición. En el Perú sucede lo opuesto: los informes se archivan, las responsabilidades se diluyen y todo vuelve a empezar como si nada hubiera ocurrido. Esa rutina no es un detalle menor; es una patología del Estado que convierte cada crisis en otro ejercicio de improvisación.

Durante el COVID-19, el país superó los 200.000 fallecidos. Esa cifra condensó una tragedia nacional que debió marcar un punto de quiebre. Sin embargo, el ciclo posterior no produjo reformas de fondo. Hemos tenido gestiones que duraron años y otras que duraron meses; aun así, el resultado agregado fue el mismo: problemas estructurales persistentes y la renuencia a institucionalizar aprendizajes.

El problema, además, no es solo de recursos; es, sobre todo, de gobernanza, incentivos, control y ejecución. El caso más visible es Essalud. Su presidencia ejecutiva es, en teoría, una figura poderosa; en la práctica, está sometida a gerencias que ejercen de facto el control de la institución. La contraloría ha advertido sobre adquisiciones deficientes y señales de favorecimiento en compras, lo que revela brechas graves de control, registro y sanción.

Todo ello ocurre pese a que cerca del 75% del financiamiento de Essalud proviene de aportes de trabajadores y empleadores. Una entidad que administra esos recursos debería, como mínimo, operar con transparencia e indicadores verificables. En cambio, la gestión sigue siendo política y burocrática, y el costo lo paga el asegurado: esperas prolongadas, servicios que dependen más del trámite que de la necesidad clínica, desabastecimientos recurrentes e información opaca.

El sector privado exige, asimismo, una lectura matizada. Durante la emergencia, una parte del empresariado aportó cuando el Estado colapsó –oxígeno medicinal, apoyo en la vacunación y distribución de medicamentos–. Esa experiencia dejó en evidencia que la colaboración público-privada es vital cuando está orientada a resultados y sometida a reglas claras. Pero no todos actúan igual: mientras algunos compiten e innovan, otros, amparados en la debilidad institucional y regulatoria, apuestan por el rentismo. La colusión –sea para fijar precios o coordinar contrataciones– encarece tratamientos y restringe el acceso a la atención.

La responsabilidad tampoco es homogénea. El Congreso, como institución, no ha empujado una reforma integral del sistema de salud ni la modernización de Essalud. Dicho eso, existen congresistas –pocos– que han intentado impulsar cambios pensando en el país y no merecen ser arrastrados por la misma etiqueta que cubre a quienes legislan por cálculo o conveniencia. Reconocer esa diferencia no absuelve al Parlamento; evita el simplismo y mejora el diagnóstico.

Lo más grave es que las soluciones ya existen y están por escrito. El paquete mínimo es concreto: alta dirección profesional en Essalud, selección meritocrática y remoción por resultados; indicadores públicos –listas de espera, tiempos de atención, abastecimiento y disponibilidad de equipos–; auditorías con consecuencias; compras con trazabilidad y transparencia –datos abiertos, monitoreo y sanciones a proveedores–; y una colaboración público-privada regulada.

Las consecuencias ya son visibles. Frente a un sistema público lento, la población es empujada hacia una oferta sanitaria sin control y a mercados paralelos de medicamentos. No es una anomalía: es el resultado previsible de un Estado que ha renunciado a organizar, regular y proteger.

Esa es la verdadera antesala de la próxima pandemia: no un virus más letal, sino un Estado que decidió no aprender. Un Estado que tuvo evidencia, diagnósticos y propuestas y, aun así, optó por la inacción. Aquí no hay ignorancia: hay responsabilidad política directa. Lo grave es que, incluso tras una catástrofe nacional, el poder público aceptó como costo asumible que el ciudadano pague, espere y, aun así, quede fuera.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gabriel Daly es Gerente general de la Confiep

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