
Si había un tema que Donald Trump tenía pendiente –porque en menos de un mes casi no ha dejado títere con cabeza–, era la guerra en Ucrania. Un conflicto encarnizado que está cerca del tercer aniversario y que, sin duda, ha reconfigurado la geopolítica global. En campaña, el republicano había prometido que terminaría la guerra en 24 horas. Bueno, le ha tomado casi un mes. La guerra no habrá acabado oficialmente, pero el presidente de Estados Unidos ya está escribiendo el capítulo final.
Un último capítulo en el que se ha marginado a la Unión Europea (UE), cuyos funcionarios aún están intentando entender por qué han quedado casi fuera de cualquier diálogo o negociación. Vladimir Putin se anotó un gran gol diplomático: hablar directamente con Trump sobre la guerra sin tener en la conversación ni a Volodímir Zelenski, el presidente de Ucrania, ni a los europeos. Un trato directo que también prefiere Trump, no solo para ser el protagonista y llevarse el crédito, sino que muestra la poca relevancia que tiene para él ahora el bloque comunitario. La OTAN, ni se diga.
Los golpes hacia Bruselas ya se habían dado a fines de enero, cuando Trump anunció que también pondría aranceles a productos de la UE, luego de su andanada hacia China, México y Canadá. “Nos tratan muy mal. No aceptan nuestros carros, no aceptan nuestros productos agrícolas. No aceptan casi nada”, advertía el presidente desde el despacho oval sobre sus otrora aliados europeos. Y esta semana la arremetida se confirmó: será el 25% para el acero y el aluminio y las medidas entrarán en vigor el 12 de marzo. Esto, adicional a los “aranceles recíprocos” que impondrá hacia cualquier país que también establezca gravámenes a los productos estadounidenses.
La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, que ya había advertido de “represalias firmes y desproporcionadas” hacia Washington, sin decir nada en concreto, está ahora casi obligada a agilizar sus estrategias. No solo es el golpe comercial, que ya es bastante, sino la vergüenza propinada a la UE por haber sido prácticamente expectorada –hasta ahora– de cualquier decisión respecto a la guerra en Ucrania, sobre todo porque la solución esbozada apunta a que los europeos paguen la millonaria factura de la reconstrucción.
Lo que ha pasado esta semana no ha hecho más que mostrar la crisis estructural que sacude al bloque europeo. Ha tenido varias, sin duda, pero esta debería servir para repensar su funcionamiento interno, que pasa por reducir su megaburocracia, soltar sus regulaciones –que impiden hacer crecer los emprendimientos– e invertir no solo en energías verdes, sino también en tecnología e innovación.