"El Perú permanece fiel a un atávico ritual. En este convergen el desgobierno, acusaciones mutuas de los moralistas de turno, una escalada de violencia verbal que ahora se torna en física y, finalmente, la vacancia". (Foto: Julio Reaño / @photo.gec)
"El Perú permanece fiel a un atávico ritual. En este convergen el desgobierno, acusaciones mutuas de los moralistas de turno, una escalada de violencia verbal que ahora se torna en física y, finalmente, la vacancia". (Foto: Julio Reaño / @photo.gec)
Carmen McEvoy

“Yo vengo de los y me someto a los usos y costumbres de las rondas” declaró el presidente Castillo como respuesta a la moción de presidencial aceptada por la Mesa Directiva del Congreso de la República para su respectivo trámite. Un día antes de la declaración –de quien promete liberarnos de 200 años de corrupción–, amanecimos con la noticia de que el hoy exsecretario general de la Presidencia, Bruno Pacheco, guardaba US$20 mil en un armario de uno de los baños palaciegos. Lo más insólito del caso es la declaración del renunciado secretario ante los fiscales: el dinero descubierto provenía de sus sueldos ahorrados en su centro laboral que, como bien sabemos, es el núcleo del Estado Peruano.

Lo más grave del caso, que tipifica como delito, es que Pacheco, a quien la UIF acaba de descubrir dinero no declarado en varias cuentas bancarias, pareciera estar involucrado en un tráfico de influencias que llega hasta la Sunat. Sus entradas y salidas a la Casa de Pizarro, luego que se le aceptó su renuncia con agradecimiento incluido, no despiertan ni una asonada indignada y, más bien, todo ese intríngulis es normalizado por los viejos moralistas. Y es que, desde hace meses, da la sensación de que estamos metidos en una inacabable radionovela de Pedro Camacho que ahora no provoca risa. ¿Cómo habría de hacerlo en una república económicamente colapsada, polarizada y que, además, carga con 200 mil muertos en su haber?

Esos mismos ronderos justicieros, a los que el presidente apela, bloquean carreteras, mientras que el fascismo, encarnado en los miembros de La Resistencia, atacan a un político en su domicilio e irrumpen embanderados en la presentación del libro de otro para intimidarlo. En tanto, el Perú permanece fiel a un atávico ritual. En este convergen el desgobierno, acusaciones mutuas de los moralistas de turno, una escalada de violencia verbal que ahora se torna en física y, finalmente, la vacancia (hace dos siglos se llamó “cambiamiento”) como el remedio a todos nuestros males. En este dejá vú, que ya desespera, no sorprende que la historia vuelva a repetirse con una administración mediocre que juramentó en el Gran Teatro Nacional para luego recrear “el mito del eterno retorno” peruano. El acto inédito ocurrió después de que negara ser parte de una historia republicana, a sus ojos despreciable, apostando, en cambio, por una narrativa “salvadora”; utilizada ahora por una versión femenina de Catón que denuncia una corrupción de la cual ella tampoco se salva. Con este sempiterno libreto fundacional al frente, vale la pena reflexionar sobre nuestra atracción al abismo, a ese hueco negro que viene destruyendo sistemática y consistentemente recursos, energías y futuro.

Vienen a mi mente dos libros que pueden ayudar a abrir una necesaria conversación. Uno es “La jaula de la melancolía” de Roger Bartra y el otro “El Perú: retrato de un país adolescente” de Luis Alberto Sánchez. En ambos se señala a sociedades que se niegan a madurar y a asumir sus responsabilidades, mediante la rectificación de comportamientos atávicos que las paralizan. ¿Será posible romper el sino de la república adolescente e irresponsable que mandó morir en el exilio –luego de una vacancia exprés– al presidente La Mar, quien, entre otras cosas, colaboró con nuestro triunfo en Ayacucho? No lo sé, pero, lo que sí sé, es que urge entender que la ruptura del orden constitucional proviene de una pulsión suicida que lleva al sistema democrático hasta sus límites. En nuestro caso particular, como lo fue luego de la caída de La Mar (1829), lo que tenemos es un círculo vicioso de gobiernos efímeros, seguidos por vacancias, cierres de Congreso o golpes que no resuelven la raíz del problema: un Estado torpe, vetusto y autodestructivo, demandando por una reforma estructural. ¿Puede sonar a idealismo proponer una tregua para dialogar sobre un proyecto que nos incluya a todos, convocando a los mejores para llevarlo a cabo y, así, liberarnos de una carga histórica nefasta que no nos deja avanzar?

“Solo los muertos han visto el final de una guerra”, recordó un gran filósofo. Ojalá que la sabiduría de esta frase junto al recuerdo de todas nuestras tragedias autoinfligidas y la proximidad de una nueva ola del COVID-19, de cepa aún desconocida, nos ayuden a encontrar la llave de la jaula de las repeticiones para finalmente ser los hombres y mujeres libres que debemos por el bien del Perú.

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