(Ilustración: Elda Cantú)
(Ilustración: Elda Cantú)
Elda Cantú

El presidente del Gobierno Español ha sido acusado de plagiar su tesis doctoral. Su caso es el punto más alto de una ola de acusaciones de fraude académico contra políticos de los dos principales partidos españoles. Ya la semana pasada la ministra de Sanidad ha renunciado a su cartera después de que se demostrara una multitud de irregularidades en el modo que había obtenido su grado de maestría. Parece ser, ha observado la periodista Marta García Aller, que hoy en día para tumbarse a un gobierno solo hace falta tener una conexión a Internet y echar mano de Wikipedia: “Antes lo que tenía morbo era que los políticos publicaran su declaración de bienes. Pero como nunca terminó de escandalizarnos cuánto acumularan, o ya nos fuimos acostumbrando, ahora lo que se lleva es escanear sus trabajos universitarios en busca de plagios y favores”. Pedro Sánchez no es el primer político en sudar la gota gorda por este motivo.

En el 2006, dos investigadores estadounidenses descubrieron que en la tesis para obtener el grado de Economía, Vladimir Putin había reproducido sin atribución ni comillas 16 páginas completas, y seis diagramas originalmente publicados en el libro “Strategic Planning and Policy”. Todavía hoy en la web del Brookings Institution puede descargarse un análisis del plagio. Ese mismo año, después del revuelo, el presidente citaba en un discurso a Franklin D. Roosevelt y después añadía con sorna: “Bonitas palabras, lástima que yo no las haya inventado”. Doce años después, Putin sigue siendo presidente.

En el 2011, Karl-Theodor zu Guttenberg, entonces ministro de Defensa alemán, renunció a su cargo luego de que la Universidad de Bayreuth le revocara el título en medio de un escándalo de plagio. La prensa de su país lo bautizó como Barón zu Googleberg, ministro del copy-paste. Pero antes de su dimisión, aquel funcionario aristócrata de carrera prometedora, gozó de una breve alza en su popularidad. Max Steinbeis, un bloguero de asuntos constitucionales, decía que el ministro copión era beneficiario del efecto Palin: “Cada profesor que llama la atención sobre sus errores y falsas premisas, cada periodista que la expone como despistada y desequilibrada solo la fortalece. Entre mayores y más graves sean las críticas, más se convencen sus fans de que la élite se ha propuesto destruirla”. Aunque Guttenberg desapareció de la vida política, la observación de Steinbeis ayuda a explicar por qué con frecuencia estos escándalos tienen efectos pasajeros y consecuencias limitadas.

De entre todas las faltas imaginables de un político, mentir o copiar en la universidad parece ser una de las más inocuas. Un delito que solo encuentra eco y justa dimensión en los sectores respingados e iluminados de la opinocracia. En una columna en el diario “Correo”, la periodista Ariana Lira ha notado que en el Perú se han denunciado siete casos de plagios de políticos en los últimos tres años y que, a pesar de ser un delito, solo uno de ellos ha tenido consecuencias de importancia. Pero si pensamos que los títulos universitarios sirven para legitimar –o simular– la capacidad de alguien para ocupar un cargo público, tal vez podamos empezar a reformular la discusión. Los políticos que plagian no estaban solo robándole unas líneas a uno, dos o 20 autores, ni adueñándose de ideas ni inspirándose en el trabajo intelectual ajeno para formular el propio. En realidad, han usado esos diplomas para saltarse el lugar en la cola de acceso al poder.