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Victoria de la naturaleza
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Victoria de la naturaleza

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«Aún son impredecibles los efectos que tendrá en Europa el conflicto entre e , pero las consecuencias son inevitables», comentaba un analista en la radio del auto. Llevábamos casi cuatro horas en la carretera rumbo a Cantabria. A punto de llegar a la zona de cabañas donde pasaríamos el fin de semana, Julieta, mi hija mayor, nos avisó desde el asiento trasero: «¡miren, un arcoíris!». Acababa de llover, pero hacía calor y quizá producto de esa mezcla fortuita se había formado el fenómeno de siete colores que nos daba la bienvenida a la localidad. Quisimos despertar a la menor, Emilia, para que lo viese, pero su sueño era más que profundo. «No hay ninguna duda de que, si ataca a Irán, se verá arrastrado a una guerra regional», concluía la voz de la radio.

A la mañana siguiente, salí de la cabaña nada más despertar y, mientras bostezaba de cara a las oscuras montañas del valle, oí a mi esposa decir: «Irán atacó Tel Aviv, qué desgracia». A los pocos segundos llegaron a desayunar las dos parejas de amigos con quienes habíamos planificado el viaje (Bruno y Rossana, Melissa y Joaquín). «La mayoría de drones iraníes no ha penetrado el Domo de Hierro», observó Bruno, después de sorber el café; «El idiota de Trump ahora se va a meter, ya tiene el pretexto que buscaba», opinó Melissa, preparándose un sándwich; «Ya estamos en la tercera guerra mundial, nos jodimos», sentenció Joaquín, restituyendo el jugo de naranja en todos los vasos de la mesa; «¿Tendremos que volver a Perú?», consultó Rossana, a punto de llevarse a la boca una cucharada de huevos revueltos. A unos metros, los cuatro niños, nuestros hijos, intentaban escalar una inmensa rueda de paja y ya empezaban a apurarnos para salir de excursión. Los dos bebés, de un año cada uno, gateaban alrededor y enredaban sus dedos en las telarañas que había por doquier.

Aunque los adultos intentábamos no mirar el celular, tarde o temprano alguno se enganchaba a las redes. «Veinticuatro civiles muertos en Israel y más de mil trescientos heridos», resumió Bruno mientras caminábamos rumbo a la Cascada del Tobazo. El sol galopaba en la nuca, pero la sombra de los robles altísimos, el rumor calmado del río, los mugidos de las vacas que pastaban ahí cerca, y el olor general a naturaleza en estado puro nos distraían del calor. Primero ingresamos a una gruta, en cuyo fondo la temperatura bajó considerablemente. Los niños adoraron el eco, la oscuridad, y aprendieron –yo también– que las estalactitas son las que cuelgan del techo y las estalagmitas las que brotan del suelo.

Al salir de esa cueva, los celulares recuperaron la señal. «Un periodista gringo acaba de decir en Tiktok que Trump quiere destruir las plantas de uranio de Irán a como dé lugar», comentó Joaquín, saltando sobre un arroyo con la agilidad de un adolescente. «Hace años están con ese cuento», respondió mi esposa, espantando a una bandada de mosquitos con la visera de su gorro. «Bueno, nadie puede negar la amenaza nuclear», alegó Melissa, untando bloqueador en la piel de su bebé. «Nadie piensa en los civiles, sobre todo en los niños, ni en Irán, Israel no en Gaza», comentó ofuscada Rossana después de beber un trago de su bebida energizante. Los niños estaban alejados, buscando las señales para llegar a nuestro destino, e intentando coleccionar insectos en un frasco. Cinco minutos después, la Cascada del Tobazo se levantaba ante nuestros ojos, inverosímil en su majestuosidad; era un milagro de cristal entre un bosque de piedras y de musgo. Nos quedamos en bañador y nos zambullimos en las aguas heladas de la laguna formada al pie de la catarata, y pasamos un largo rato cumpliendo desafíos, tomando fotos, picando frutos secos.

A la vuelta del almuerzo, nos metimos a una piscina cercana, y luego esperamos la noche bajo la terraza cubierta de una de las cabañas. Los niños, con sus linternas, se fueron a buscar entre los árboles unas ranas minúsculas que, según los lugareños, desocupaban su escondite después de las seis. Tuvieron que volver pronto porque se desató una tormenta eléctrica que nos hizo pensar en el apocalipsis. Nos sentamos juntos a mirar esos cielos violetas donde los rayos aparecían súbitamente como electroshocks, detrás de unas nubes que delineaban siluetas tenebrosas. «¿Has visto el precio del dólar? ¡Qué maleado!», dijo Bruno descorchando un vino. «Y que no te sorprenda que mañana la gasolina cueste el triple», añadió Joaquín. «Ayer le suspendieron el vuelo a una amiga, iba a hacer escala en Qatar», comentó Rossana, desplegando sobre sobre la mesa el tablero del juego que estábamos por iniciar. Las últimas horas las pasamos disputando partidas de Trivial, cantando hits de los noventa, haciendo dormir a nuestros hijos, proclamando brindis optimistas acerca del futuro.

La última mañana amanecimos con la novedad del ataque de Estados Unidos a Irán y de las babosas declaraciones con que su presidente justificó la operación, pero para ese momento ya llevábamos mucho rato sumidos en el contexto del viaje, y de pronto nos convencimos de que, más importante que contagiarnos con las noticias de la guerra y las especulaciones de su impacto, era valorar el mundo desde el lugar donde nos hallábamos, y contemplar a nuestros hijos persiguiendo unas mariposas blancas para atraparlas en una botella y más tarde liberarlas, en medio de la autopista, en el camino de regreso a casa.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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