Editorial El Comercio

Dos días atrás, al comentar la decisión del fiscal de la Nación, , de incluir al presidente en la investigación que viene siguiendo contra el exministro de Transportes y Comunicaciones Juan Francisco Silva y seis congresistas por integrar una presunta organización criminal en el MTC, señalábamos que el mandatario debería dejar de lado el trillado recurso de la victimización y dar la cara. Después de todo, lo que está en juego no es poca cosa.

Castillo se ha convertido en el primer jefe del Estado en funciones en ser investigado por el titular del Ministerio Público por una presunta trama de corrupción. Los delitos que se le atribuyen (colusión, tráfico de influencias y organización criminal) son bastante graves, tomando en cuenta que, más allá de la persona, lo que se ve salpicado aquí es la propia institución presidencial. No por nada el fiscal Sánchez ha expresado como uno de los sustentos para su decisión que, debido a los indicios que se conocen públicamente, congelar las pesquisas contra el presidente hasta que termine su mandato “implicaría mantener al primer mandatario en un estado de sospecha permanente, debilitando aún más la figura presidencial”.

Así pues, lo que corresponde en estos momentos de parte de nuestras autoridades es mucha madurez y responsabilidad. Y una invocación a respetar el trabajo de nuestras instituciones para que realicen sus labores sin ningún tipo de interferencias o presiones externas. Lamentablemente, no es esto lo que hemos visto en el presidente Castillo.

Dos días atrás, durante un Consejo de Ministros Descentralizado celebrado en Loreto, el mandatario afirmó: “Debo decirles con indignación que hoy en día se ha desatado irracional a mi persona, al presidente de la República; [pero] no solo al presidente, sino a diferentes ministerios”.

La bandera de la “persecución política”, como se sabe, es una vieja especie que ha sido agitada prácticamente por políticos de toda laya cuando se han visto implicados en algún trance con ribetes potencialmente penales. La usó, por ejemplo, Alejandro Toledo en mayo del 2017, durante una entrevista con la agencia Efe en la que, al referirse a sus problemas con la justicia peruana –a la que, dicho sea de paso, sigue sin allanarse–, afirmó que era “un perseguido político” al que querían sacar de carrera “para que no impida la próxima elección de Keiko Fujimori”. También Alan García, cuando en el 2013 calificó como “persecución política” la investigación de la megacomisión congresal que por entonces se hallaba escrutando su segundo gobierno.

Ollanta Humala no se quedó atrás y aseguró en el 2016 que “hoy en el Perú habría una persecución política” en momentos en que su esposa, Nadine Heredia, se encontraba investigada por lavado de activos y, más recientemente, personajes como Pedro Pablo Kuczynski, Keiko Fujimori y Vladimir Cerrón han repetido el libreto conforme las investigaciones fiscales los iban poniendo en aprietos.

Como es evidente, la variedad y el origen ideológico de los políticos que han denunciado ser víctimas de una omnipresente “persecución política” en los últimos años bastaría para notar lo descabellado de la tesis. Más aún cuando el fiscal de la Nación, Pablo Sánchez, que ha tomado la decisión de investigar al presidente, ocupaba exactamente el mismo cargo cuando comenzaron las investigaciones contra varias de las personas aquí mencionadas.

Quién diría que el candidato que durante la campaña se presentó como un político diferente terminaría repitiendo el mismo discurso al verse inmerso en un trance parecido. Quién diría que la famosa “palabra de maestro” acabaría repitiendo trilladas máximas propias del territorio conspirativo antes de salir a rendir cuentas ante los ciudadanos.

Haría bien el jefe del Estado en realidad en conducirse con responsabilidad y en dar la cara (hace más de 100 días, por ejemplo, que no ofrece una entrevista a ningún medio periodístico), en lugar de enredarse en cuentos que son tan inverosímiles como peligrosos.

Editorial de El Comercio

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