Mucho se ha discutido y se seguirá discutiendo sobre la decisión del presidente Martín Vizcarra de disolver el Congreso a partir de la interpretación de que la cuestión de confianza presentada la mañana del lunes por su entonces primer ministro Salvador del Solar había sido objeto de una “denegación fáctica” de parte de la representación nacional. Como ya hemos dicho desde esta página, la consideración sobre la que el mandatario basó su determinación no solo se aleja de lo estipulado por la Carta Magna, sino que también ha enredado al país en una maraña jurídica que difícilmente podrá ser desatada en el futuro inmediato.
Esa, sin embargo, es solo una de las caras de la moneda de la crisis política que vivimos estos días. Existe también otra, de tono naranja, que apunta más bien hacia el Congreso ahora ‘fácticamente’ disuelto y, principalmente, a la que fue su bancada mayoritaria. Esto es, la de Fuerza Popular (FP).
A lo largo de los últimos tres años, el fujimorismo, en vez de aprovechar el poder que le otorgaron las urnas para ejecutar medidas en beneficio del país, decidió utilizarlo para perpetuar una guerra absurda con el Ejecutivo, que, a su entender, le había robado la victoria presidencial en el 2016. Desde un inicio, y a pesar de las similitudes programáticas que guardaba con el plan de gobierno de Peruanos por el Kambio, FP invirtió la energía apabullante que le prestaba el hecho de contar con una mayoría absoluta en el hemiciclo (73 congresistas sobre un total de 130) a la confrontación con el gobierno. Ese enfrentamiento, como se recuerda, comprendió la interpelación a varios ministros, la censura de un gabinete, el apoyo a dos mociones de vacancia contra el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski, y, finalmente, la difusión de los llamados ‘kenjivideos’ que llevaron a la renuncia de este.
La consigna de demoler a toda costa al Ejecutivo terminó encegueciendo al fujimorismo, y costándole caro tanto en materia de imagen ante la ciudadanía como en curules congresales. Una gran mayoría de peruanos venía expresando con vehemencia su hastío con la corrupción e impunidad a las que nos ha acostumbrado la clase política, pero Fuerza Popular no recogió la demanda de la población y continuó dedicándose al blindaje de quienes consideraba como aliados, sin importar que estos formaban parte justamente del problema que el país quería eliminar.
Así, no pareció preocuparle, por ejemplo, la consecuencia de su incesante defensa al exfiscal de la Nación Pedro Chávarry, archivando las denuncias constitucionales en su contra en la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales y rehusándose a ratificar aquellas que llegaron a la Comisión Permanente. Ello, a pesar de que Chávarry se había ocupado en lanzar ataques a los fiscales integrantes del Equipo Especial Lava Jato –destinado a destapar el alcance de la corrupción de Odebrecht en nuestro país– y había sido señalado por una investigación fiscal como parte de la organización criminal Los Cuellos Blancos del Puerto por su cercanía con el exjuez César Hinostroza.
El deseo de debilitar al gobierno también exacerbó las fragilidades internas de un partido calificado alguna vez como la única organización política institucionalizada del país. El segundo proceso de vacancia contra Kuczynski, como se sabe, dividió al fujimorismo en dos bandos: uno liderado por Keiko Fujimori, quien buscaba remover al entonces presidente, y otro encabezado por su hermano Kenji, quien se alió con Kuczynski luego de que este prometiera indultar a Alberto Fujimori si los congresistas ‘kenjistas’ votaban a su favor. Al primar los objetivos particulares de cada grupo, el bloque oficialista de FP perdió 10 parlamentarios, y luego siguió perdiéndolos. Pasar de 73 congresistas (78 contando la alianza con el Apra) a 53 en un período de tres años y terminar con el Parlamento disuelto deja claro que Fuerza Popular, en realidad, nunca contó con un verdadero plan de gobernabilidad pensado para la nación.
Y si bien tras la asunción de Martín Vizcarra se ensayaron promesas de diálogo y consenso, la bancada fujimorista se dedicó, una vez más, a entorpecer las reformas judiciales y políticas que presentó el presidente, y finalmente a aprobar al caballazo una elección de magistrados al Tribunal Constitucional plagada de problemas. Una actitud que indisputablemente abonó el sentimiento popular de “que se vayan todos” que ahora dice emplear el presidente Vizcarra como justificación para una cuestionable disolución del Congreso que ha colocado al país en la crisis que hoy enfrenta.
Así las cosas, la otrora mayoría parlamentaria no puede obviar que, si bien no es autora inmediata del trance institucional en el que nos encontramos, ciertamente fungió, en gran medida, de autora intelectual.