(Foto: Archivo El Comercio)
(Foto: Archivo El Comercio)
Andrés Calderón

Fue el lunes pasado. Caminaba por la vereda al lado del centro comercial de la avenida Salaverry. Cuatro mujeres caminaban delante de mí, y dos hombres venían en dirección opuesta. Justo al cruzarse los dos grupos, uno de ellos le dijo algo a una de ellas. La forma en que se acercó, su mirada lasciva, el intento de ella por esquivarlo y la reacción de ella y su amiga al gritarle “¡Asqueroso!” hacían evidente lo que acababa de pasar. El sujeto la había agredido sexualmente. No la violó, no le metió la mano. “Solo” le lanzó un “piropo”.

El recuerdo me persigue. Me avergüenza no haber reaccionado a tiempo y enfrentado al tipejo ese. No era necesario que la chica pidiera ayuda. Pero si lo hacía, ¿alguien la hubiera ayudado? ¿Un policía, tal vez? Había varios cerca. Me perturba la idea de que pocos hubieran socorrido a la víctima, atribuyéndole una “sobrerreacción”. ¿Cuántos de ustedes, lectores, creen que yo estoy exagerando con el tema escogido para esta columna? Que a pesar de ver las espeluznantes noticias y recordar las estadísticas que nos revelan como el tercer país con mayor violencia contra la mujer en el mundo, “hay cosas más importantes de las que preocuparse”.

Estudiar el tema me hizo recordar pasajes de mi infancia y adolescencia. ¿Por qué cuando había una construcción en la cuadra, mis padres evitaban que mi hermana fuera a la tienda? ¿Por qué mi hermano podía ir solo al paradero y ella iba acompañada por mi padre? ¿Sucedía esto en sus hogares, lectores? ¿Todavía pasa? Pues casas y edificios se siguen construyendo, y les aseguro que en muchos lugares esas reglas implícitas aún se aplican. ¿Acaso hoy no es más peligroso para una mujer que para un hombre caminar durante carnavales, tomar un taxi en la calle o salir sola de noche?

También recordé que hace apenas dos años, cuando se discutía la ley contra el acoso en espacios públicos (Ley 30314), un congresista (Hurtado Zamudio) se opuso diciendo que los piropos “son propios de la naturaleza humana” y la principal preocupación de otro (Martín Belaunde) era no poder “mirar con persistencia a una bella mujer” ni “ver maravillosos bikinis que Dios y la naturaleza prodigan”.

Me puse a revisar artículos académicos y discutir con amigos si el piropo podía ameritar protección*. Dudé de mi coherencia en la defensa de la libertad de expresión. Pero, ¿qué de bueno aporta ese supuesto derecho al piropo? Me refiero a ese grito o silbido no solicitado y de contenido sexual. No es un comentario o crítica que forme parte de algún diálogo. Tampoco es una reflexión a viva voz dirigida a influenciar en un público indeterminado. Callar un piropo no impide la libertad de pensamiento. Y si el objetivo fuera iniciar alguna conversación (un flirteo, por ejemplo), en lugar de gritárselo, el emisor podría acercarse a la destinataria, y esta aceptar o rechazar el diálogo. El piropo es una expresión, sí, pero de fuerza, de intimidación, violencia, dirigida a una persona en particular. A una mujer en el 99,9% de los casos.

No estoy haciendo un argumento para cambiar más leyes. Como decía en un magistral artículo Alexander Huerta-Mercado este sábado, “siempre ha habido legislación contra la violencia y se ha encontrado la forma de transgredirla”. Estoy haciendo un argumento para intentar cambiar mentalidades.

Hacemos campañas para usar cinturón de seguridad y no botar basura en la calle. ¿Qué tal si hacemos algo para empezar a combatir la violencia de género, como una campaña para eliminar el piropo de nuestras vidas? Y, así, ojalá, la vergüenza que yo sentí el lunes pasado la sienta todo aquel que escuche alguna vez un piropo. Vergüenza por no haber hecho nada al respecto.


* Para los interesados leyendo la versión web de esta columna, recomiendo en particular los papers de y , con posiciones distintas sobre el tema, y para una mirada comparada.