Fernando Tuesta Soldevilla

La élite peruana, en todo su abanico ideológico, ha ido perdiendo aceleradamente su calidad formativa, ideológica y de liderazgo en lo que va del siglo. Nadie más que los propios partidos políticos son los responsables de su propio deterioro. Solo ellos pueden acceder a la presidencia y al Congreso y son los únicos en aprobar leyes y modificarlas. Ellos son también los únicos responsables de moldear el edificio institucional del país. Este Parlamento, con pocas excepciones, no ha cumplido ni medianamente las funciones de legislar, controlar políticamente y representar que le son propias. Por el contrario, cada semana han mostrado sin pudor sus serias carencias, creando un mundo paralelo en donde cabe todo, menos mirarse al espejo. No pueden, pues, responsabilizar a terceros lo que les toca en primera persona.

El adelanto de –a través del fin del mandato anticipado tanto del Ejecutivo como del Parlamento– no ha sido el resultado de una mirada serena de la terrible coyuntura actual, y que requiere ser canalizada institucionalmente, ni menos un acto de “desprendimiento” o “sacrificio”. Muy por el contrario, hasta antes del 7 de diciembre, fecha del golpe de Estado, las propuestas de adelanto de elecciones presentadas por las congresistas Susel Paredes y Digna Calle se encontraban congeladas. Es a través de un hecho externo, la violenta explosión social, que se conecta con dicha consigna y que el Congreso, a regañadientes, aprueba el adelanto de elecciones para abril del 2024.

Sin embargo, esta salida institucional de la crisis tiene riesgos en el desempeño del Congreso. El primero es que no hay total seguridad de que se apruebe, a partir del 1 de marzo, el adelanto de elecciones en segunda votación. Varios congresistas condicionan su voto –desde convocar a una asamblea constituyente hasta algunas reformas–, otros abiertamente se niegan a que su mandato se corte y muchos esperan que las movilizaciones se apaguen y ya no se sientan comprometidos a votar a favor.

El segundo es la propia reforma política. Los únicos puntos de acuerdo son la bicameralidad y la reelección parlamentaria; reformas necesarias, pero desacreditadas por el propio desempeño parlamentario y que son rechazadas por la mayoría ciudadana que ve en ellas el camino para que se queden todos. Jamás desbloquearían esas medidas señalando que ellos no participarían en las próximas elecciones. El desprendimiento o sacrificio allí no existe.

Tercero, el pedido de terminar con el mandato de las autoridades electorales. Esta propuesta está en consonancia con la narrativa de fraude, totalmente desvirtuada y rechazada por instituciones nacionales e internacionales. La Junta Nacional de Justicia se encarga de elegir y remover al jefe de la ONPE y el Reniec, así como designar, ratificar y remover a los vocales supremos del Poder Judicial, como es el caso del presidente del JNE. A un año y medio de las elecciones del 2021, ni un solo congresista los ha denunciado y solicitado su separación.

Que el poder político, que nace de un proceso electoral, quiera terminar con el mandato del árbitro de las elecciones no es solo una venganza política, sino una medida tan legalmente endeble como las consideraciones que obran en la propuesta. En el hipotético caso de que prosperara, tendría un impacto en el cronograma electoral y sentaría un nefasto precedente. Bajo el argumento de la confianza también podrían dar fin al mandato de la fiscal de la Nación, el presidente del Poder Judicial, entre otros. Bueno, se incendia Roma para ganar y echar la culpa al resto.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP