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La odisea de ir a estudiar
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Para miles de estudiantes universitarios, la jornada académica no empieza en el aula, sino a las 5:30 a.m. en un paradero. Esta odisea diaria es un agotamiento que pagamos antes de empezar la primera clase. Hemos normalizado el “viajar así” como un “sacrificio”, sin darnos cuenta de que nos estanca.
Esas horas en el micro son un costo de oportunidad académico: tiempo que no podemos dedicar a repasar o profundizar la lectura. El cansancio nos gana. Llegamos con la energía mermada y volvemos tan tarde que el objetivo se reduce a cenar y dormir. El verdadero aprendizaje se vuelve un lujo.
El impacto va más allá de las notas; ataca nuestro desarrollo. Nos perdemos de aprender un segundo idioma, de postular a prácticas o de ir al gimnasio. La universidad es más que ir a clases; es hacer networking. El transporte nos aísla de ese ecosistema y rompe el balance entre lo académico y el bienestar personal.
Es un problema de profunda inequidad. El sistema crea dos tipos de universitarios: el que vive cerca –con el privilegio de llegar fresco a un examen–, y el que vive a horas de distancia –que a duras penas llega–. Esta brecha se agrava por la ineficiencia de obras públicas. ¿De qué sirve el mérito si se ve frenado por un transporte deficiente?
El talento del Perú se desperdicia en el tráfico. Nos obliga a decisiones absurdas: ¿pagar un taxi que pudo ser un almuerzo solo para llegar a tiempo? ¿Salir antes de clase para evitar la hora punta? Mientras la universidad mide el mérito, la calle mide nuestros privilegios. El desarrollo no debería depender del distrito en el que te tocó vivir.

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