
Era ya de noche, quizás por eso pocos medios recogieron el episodio. Pero lo que ocurrió este jueves en el hemiciclo fue insólito. Único, en realidad. Después de una interrupción provocada por un griterío que el tercer vicepresidente del Congreso, Alejandro Cavero, no supo controlar, el pleno convocado para esa jornada fue reanudado y, como quien quiere hacer sentir que ya volvieron los adultos, el titular del Legislativo, Eduardo Salhuana, tomó la palabra. “Yo, personalmente, como presidente [del Parlamento], quiero pedir las disculpas del caso a la ciudadanía”, dijo. Y, por un instante, un extraño fulgor relumbró sobre su testa, en marcado contraste con el ilusorio azabache que la cubre. Fue un relámpago, que duró apenas lo que demoró la frase en brotar de sus labios, pero algunos testigos atentos lo alcanzaron a ver.

Una interpretación sencilla de lo declarado por Salhuana haría pensar que se estaba refiriendo exclusivamente a la zafacoca que había tenido lugar en la sesión de la fecha mientras él ocupaba su tiempo en otros menesteres. El mentado fogonazo, sin embargo, sugiere que hubo en su intervención algo de trance. Algo de visita beatífica de una inteligencia superior que le confirió por unos segundos la lucidez suficiente para contemplar sin anteojeras la penosa faena que esta representación nacional nos ha obsequiado durante los últimos cuatro años. Es decir, el desfile de “niños” y “mochasueldos”, extensiones del Reinfo y autorizaciones de retiros de fondos previsionales –por mencionar solo las miserias que vienen a la mente– a que nos tiene acostumbrados la actual conformación parlamentaria. ¿No podrían esas disculpas haber sido la expresión de algo más profundo que el mero comentario de un incidente casi rutinario en el Palacio de la Plaza Bolívar? En esta pequeña columna creemos que sí, así la repentina sensación de vergüenza terminara luego desvaneciéndose con la misma rapidez con la que había aparecido.
–Tierra, trágame–
Contra una opinión generalizada, nosotros no pensamos que este Congreso sea peor que los anteriores. No mucho peor, en todo caso. Recordemos la devastación institucional que nos acarrearon recientemente la representación nacional de los urrestis y los antauristas, o la de los becerriles y las yesenias antes de tirar, no digamos la primera piedra (que esa la hemos de arrojar todos), pero sí la cuarta o la quinta. No en vano evocamos aquí alguna vez en honor de una de ellas a esas criaturas de pesadilla que Stephen Spielberg bautizó como los ‘gremlins’.
Fue una mayoría de los miembros de esta conformación parlamentaria la que impidió que Pedro Castillo hiciera cera y pabilo de nuestra Constitución y redondeara su conversión en el tirano rapaz que él y sus cómplices querían. Y eso fue así no porque esa mayoría fuese una suma de seres virtuosos, sino porque eso es lo que sucede naturalmente cuando el poder está distribuido entre varias manos: la fiscalización cruzada y la competencia determinan que unos les corten las uñas a los otros. Esto es, que tengamos a diablos vigilando diablos, según famosa frase. No debe entenderse entonces esta diatriba de la actuación vil de tanto fulano acomodado sobre una curul como un clamor contra la existencia de un Poder Legislativo entre nosotros. Por increíble que parezca, estaríamos peor sin él.
Es por eso, en consecuencia, que resulta legítimo entusiasmarse con el roche relámpago del que dio testimonio esta semana Eduardo Salhuana. Porque, por efímera que sea la vigencia del “tierra, trágame” escenificado en esta ocasión, se abre la posibilidad de que otras iluminaciones progresivamente más prolongadas sucedan pronto a esta, mitigando así el difundido deseo de que la tierra preste oídos a lo solicitado.