¿Por qué somos como somos? ¿Qué hace que cada uno de nosotros sea único en el mundo?
La respuesta está, sin duda alguna, en nuestro cerebro. Y más en particular, en la corteza cerebral, su parte más grande y compleja.
Como su propio nombre indica, recubre al cerebro y le proporciona su típico aspecto rugoso.
La corteza cerebral del ser humano es una de las más grandes maravillas de la naturaleza, que nos ha permitido pasar del uso de las herramientas más simples de nuestros ancestros a crear herramientas tan complejas como un ordenador portátil, o una estación espacial internacional.
Gracias a la corteza cerebral podemos construir desde los edificios más grandes y eficientes hasta las más bellas catedrales.
Podemos tener interacciones sociales de gran sutileza y lograr en tiempo récord identificar un nuevo tipo de virus como el SARS-CoV-2 y desarrollar una vacuna efectiva contra este.
Más aún, en la corteza cerebral reside buena parte de aquello que nos hace únicos a cada uno de nosotros: nuestra personalidad.
Al igual que nuestras manos y nuestra nariz, nuestra corteza cerebral es fruto de millones de años de evolución.
Tras la gran extinción de los dinosaurios hace 66 millones de años, los mamíferos más grandes que sobrevivieron no eran mucho mayores que un topillo, y su corteza cerebral pesaba unos pocos gramos.
Sin embargo, la incesante acción de múltiples factores siguió creando mutaciones en el genoma de esos mamíferos primigenios, al igual que venía ocurriendo desde el origen de la vida.
Algunas de estas mutaciones eran perjudiciales (como las que nos causan cáncer de piel, por ejemplo), y se perdían al perecer sus portadores. Pero otras mutaciones genéticas fueron beneficiosas, y se perpetuaron en las siguientes generaciones.
Mediante este proceso repetido durante millones de generaciones, la corteza cerebral pequeña y relativamente sencilla de aquellos mamíferos primigenios fue aumentando en tamaño y complejidad hasta convertirse en el fenomenal órgano que ocupa hoy nuestros cráneos y nos permite comprender este artículo.
Pues bien, el estudio que hemos llevado a cabo desde el Instituto de Neurociencias en Alicante ha descubierto uno de estos cambios genéticos que tuvieron lugar durante la evolución y que fueron clave para la expansión de la corteza cerebral humana.
La corteza se forma durante el desarrollo embrionario a partir de células madre neurales, que se dividen constantemente dando lugar a dos células hija tras cada división.
Al inicio del desarrollo, la división de células madre neurales genera más células madre, aumentando así en número.
A partir de cierto momento, estas empiezan a generar neuronas (neurogénesis), que finalmente conformarán la corteza cerebral adulta.
Este es un paso decisivo, porque cuando la división celular produce dos neuronas, ya no queda célula madre de repuesto que pueda seguir produciendo más neuronas.
Por ello, el número total de neuronas en la corteza depende del número de células madre neurales que las tienen que generar. Y cuantas más neuronas se generen y más variopintas sean, mayor serán el tamaño y la complejidad de la corteza cerebral.
En el cerebro embrionario humano el número de células madre neurales, su diversidad y su capacidad de proliferación son enormes, mientras que en el pequeño embrión de ratón son mucho menores.
La nueva investigación de nuestro laboratorio demuestra que la alta capacidad de proliferación de las células madre neurales de la corteza humana, y de otras especies con una corteza de gran tamaño, se debe en buena medida al gen MIR3607, cuya función permanecía completamente desconocida hasta ahora.
Este gen pertenece a la familia de los micro ARNs, pequeñas secuencias de ARN que actúan como pequeños directores de orquesta, regulando la actividad de otros genes.
En este caso, MIR3607 aumenta la proliferación de las células madre de la corteza para que eventualmente generen un mayor número de neuronas.
Nuestro equipo ha llegado a esta conclusión analizando la presencia y función de este micro ARN durante el desarrollo embrionario de la corteza cerebral en múltiples especies de mamíferos con grandes cerebros.
Nuestro estudio ha incluido el ser humano, mediante el cultivo de 'minicerebros' (organoides cerebrales).
La evolución puede ser caprichosa, y no siempre avanza hacia órganos o estructuras más grandes y complejas. A veces los hace más sencillos o incluso los elimina.
Esto se llama pérdida secundaria, y es conocido el caso de delfines, ballenas y otros mamíferos marinos para quienes resultó más útil para nadar con agilidad convertir brazos y piernas articulados, y manos con dedos, en simples aletas.
De forma similar, cuando la estirpe de los roedores se separó de los primates hace 75 millones de años, su evolución les llevó a reducir el tamaño de la corteza cerebral en comparación a su ancestro común con los primates.
Pero ¿qué cambios y mutaciones genéticas causaron esta reducción del tamaño cerebral en roedores?
Nuestro estudio da respuesta por primera vez a este enigma.
Resulta que en los roedores no se expresa MIR3607 durante el desarrollo embrionario, a diferencia de los primates. Eso hace que sus células madre neurales no proliferen mucho.
En consecuencia, se generan pocas neuronas, y la corteza acaba teniendo un tamaño pequeño.
Es decir: gracias a la aparición del gen MIR3607, el cerebro de los mamíferos aumentó de tamaño durante la evolución, y sigue siendo necesario que las células madre lo mantengan activo para que nuestro cerebro tenga su tamaño apropiado.
En caso contrario, el desarrollo cortical y la neurogénesis son deficientes, dando lugar a un tamaño mucho menor, tal y como ocurrió con los roedores.
Este descubrimiento nos ayuda a comprender cómo las fuerzas evolutivas moldearon nuestro cerebro hasta alcanzar lo que es hoy.
Y también, cómo esos mismos mecanismos han moldeado el cerebro de otras especies, cambiando lo que dicen los libros de texto.
El hallazgo también tiene impacto a nivel clínico, ya que el gen MIR3607 es ahora un posible marcador de diagnóstico genético de malformaciones cerebrales congénitas; en particular, aquellas que afectan al tamaño cerebral, como la microcefalia.
*Victor Borrell Franco es investigador Científico de CSIC, director del grupo Neurogénesis y Expansión Cortical, Universidad Miguel Hernández. Su artículo original, publicado en The Conversation, puedes leerlo aquí.
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