
Ese mismo día de la entrevista con la “mujer centenaria”, el 7 de marzo de 1934, llegaba al Callao el barco con los futbolistas peruanos y chilenos que formaban la “Selección del Pacífico”, la que había jugado una intensa gira por Europa. La noticia estaba allí. Pero había otro tipo de noticias o historia por contar. Así, el interés del cronista de El Comercio de esos días no estaba en el puerto chalaco. Esa tarde, la historia de la centenaria Isidora Díaz Gomel –muy inusual en esos años, puesto que la expectativa de vida nacional andaba por debajo de los 50 años– obsesionó al reportero del diario y fue a buscarla a la zona de “Malambo”, en el Cercado de Lima, donde habitaba. En esas calles, y pocos lo sabían, estaba parte de la memoria de los peruanos.
La ciudad de Palpa, en Ica, la vio nacer en 1833 (el mismo año en que nació Ricardo Palma, que murió en 1919); esto es, solo 12 años después de la proclamación de la independencia del Perú, y seis años antes de ver el primer número de El Comercio, aquel histórico 4 de mayo de 1839.
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Su nombre sonaba a cantante o actriz: Isidora Díaz Gomel. Pero ella estaba muy alejada de ese mundo del espectáculo o glamur. La señorita Isidora era una mujer de vida sencilla, alguien que vivió su existencia con mesura, decoro y esperanza, pese a vivir muchas vicisitudes.
EL CAMINO HACIA ISIDORA DÍAZ
Vio la luz por primera vez cuando el presidente Agustín Gamarra (1829-1833), el gran caudillo peruano, todavía se mantenía en el poder. Para una Lima que empezaba a ser “moderna” en 1934, con regular cantidad de autos, creciente tráfico, nuevas avenidas, parques y renovados edificios públicos, la venerable anciana Isidora Díaz era una persona de otra era, seguramente de la “antigüedad” para muchos adolescentes o jóvenes de ese entonces (todos ellos nacidos en el siglo XX).

La calle donde vivía se llamaba “Malambito”, y la casa estaba en una esquina. Los vecinos iban indicándole al cronista del diario que la señora se llamaba Isidora, y que tenía 104 años, decían unos, y para otros eran 105 años. La verdad era que estaba cerca de cumplir 101 años.
En esa esquina de Malambito se distinguía un letrero con letras azules y el nombre de una “pulpería”: “Arca de Noé” (pulpería es lo que hoy entenderíamos como bodega). Pero a su lado aparecía otro letrero, también con letras azules, con esta frase: “Hospicio del Sagrado Corazón para Señoras”.
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Nuestro reportero tocó la puerta y una señora vestida formalmente y de anteojos lo recibió. Al saber que era un periodista con intenciones de hablar con Isidora Díaz, se mostró recelosa. Le advirtió que Isidora “no escuchaba nada”, lo cual era una exageración.
Ante la amable insistencia del hombre de prensa, la señora de gafas lo dejó ingresar al recinto. Era un asilo para ancianas solitarias, no para indigentes. Se sabía, además, que, como hoy en lugares como el “asilo Canevaro” los propios residentes costeaban en parte su hospedaje.
ISIDORA DÍAZ, UNA HUMILDE MUJER PERUANA
La dama centenaria vivía en una casona, de esas que provenían de antes de la guerra con Chile (1879-1883), con jardines, corredores, plantas y flores, pero colocados en rústicas macetas, algunas de barro, pero la mayoría de latones y otros depósitos.

El local tenía un viejo árbol en el centro, cubierto salvajemente de yedras, madreselvas y jazmines, y una capilla al fondo. De uno de los corredores con cuartos, destacó uno con la puerta casi abierta. Allí estaba Isidora Díaz Gomel.
La casona era de un silencio monacal, que bien acompañaba a la imagen de una Virgen del Carmen, muy cerca de las habitaciones. Eran las 4 y 15 de la tarde de ese veraniego miércoles 7 de marzo de 1934, cuando se prendieron ya algunas lamparitas de luz tenue que alumbraron los pasillos ensombrecidos.
La casa del Sagrado Corazón de Jesús era así, modesta pero cálida, silenciosa pero intensamente espiritual; en ese ambiente vivía sus últimos años doña Isidora Díaz, a cuya habitación el cronista del diario Decano, que firmaba sus notas como “Vinicius”, ingresó con enorme curiosidad.
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“Buenas tardes”, dijo la encargada a Isidora y le dio un gran abrazo. La centenaria hizo el esfuerzo de levantarse del viejo sillón donde estaba sentada. Ella era medio sorda y algo ciega. Entonces el reportero le pidió conversar, y apenas si escuchó que le indicaba que era un “periodista”. Isidora solo llegó a escuchar las dos últimas sílabas, “dista”, y le preguntó: “¿Usted es de Ica?”.
Entonces el cronista se apuró en corregirle: “Soy de…”, pero ella empezó a viajar imaginariamente a su querida tierra iqueña, a su infancia. Mientras evocaba algo de ese entorno, era evidente que la mujer andaba cosiendo o tejiendo algo, incluso unas tijeras se le cayeron del regazo al levantarse.
Isidora Díaz tenía un enorme rosario de Santa Brígida, “de cuentas color café” y cuidada como nadie del orden y la limpieza de su habitación. Era un anís su cuarto, su cama, su armario, y sus imágenes de santos, vírgenes y Cristos. Completaban la escena un enorme cuadro del “Corazón de Jesús”, un reloj despertador y en su rostro unos anteojos enormes.

Esa era la imagen externa de la señora Díaz, con pocas canas para su edad, una coqueta blusa de fondo negro con puntos blancos y una falda oscura. El observador “Vinicius” destacó todo eso en su crónica, además de sus zapatillas y medias blancas, y la ausencia de perros y gatos.
Para asegurarse de que Isidora tenía claro que era una entrevista para un diario, el periodista le mostró un periódico que estaba en la habitación, e hizo el gesto de escribir sobre él. La señora Díaz lo captó en una. “¡Aaaahhh, escribe en el periódico!”, dijo.
Todo quedó aclarado, y aunque insistió humildemente en que su vida no tenía nada de extraordinaria, el cronista de El Comercio le dijo que no muchas veces se llegaba a los 100 años de edad en el Perú.
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LO QUE DIJO ISIDORA DÍAZ, LA CENTENARIA
Manuel Díaz fue su padre, y su madre, Flora Gomel. Su mamá falleció a sus cuatro años, por eso su padre la envió con sus tías maternas para que la educaran. Su papá murió a su vez cuando Isidora tenía 14 años. Ella ayudó por un tiempo a su padre en una tienda pequeña que este tenía en un caserío, entre Palpa y Nazca.
Allí se le activó el sentido práctico de la vida. “Siempre me gustó ganar dinero. Mi papá pagaba tres pesos por cada docena de camisas para vender en la tienda. Y un día le dije: ‘Papá, si quieres yo coseré las camisas y tú me pagas los tres pesos’” relató la mujer centenaria.

En esos años 40 del siglo XIX, cuando Isidora era niña, no había libras ni soles, eran los pesos los que circulaban. Don Manuel, su padre, aceptó de inmediato el acuerdo. Entonces, el cronista contó que Isidora hizo una pausa, quedó en silencio, pero tras breves segundos, exclamó un nombre: “¡Goyita!, ¡Goyita!”, dijo. Era el nombre de su tía, la que le educó.
Todo fue duro desde entonces para ella. Sola y sin progenitores, Isidora Díaz debió tomar decisiones para su vida. Una de esas, aunque tardíamente, fue venir a Lima en 1877, es decir, a sus 44 años, solo dos años antes del inicio de la Guerra del Pacífico. En la capital, ella vio en la calle, en la vía pública a algunos hombres claves de la historia del Perú.
“De vista ha conocido en la capital a muchos hombres públicos: el mariscal Castilla, el general Echenique, el general Prado, don Manuel Pardo y el general Cáceres, a quien diz que conoció en lca”. (EC, 08/03/1934)
Naturalmente, Isidora Díaz Gomel presenció la muerte de cada uno de ellos (y de muchos más), y mantuvo toda su vida una humildad que le hacía decir que seguramente nadie la recordaba en Ica. Pero ella de Ica trajo su gusto insobornable por los dulces, “como buena iqueña”. Eso sí, Isidora admitió que era una “mala iqueña” para los vinos, pues no eran de su gusto.
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La noble mujer de 100 años sonrió durante casi toda la entrevista, y hasta rio con una espontaneidad absoluta, dejando ver su perfecta y completa dentadura. Fumar fue el único vicio que aceptó tener la mujer peruana centenaria de los años 30. “Y le ofrecemos un cigarrillo. Lo fumó hasta llegar a agotar casi la colilla”, dijo Vinicius, el ingenioso cronista del diario Decano. (EC, 08/03/1934)
¿QUÉ HIZO EN LIMA ISIDORA DÍAZ?
Cuando arribó a Lima a los 44 años, sin hijos ni marido, Isidora se alojó en la casa de una amiga de su infancia, una paisana muy querida, Carolina Gallanes, quien vivía en la “calle Animitas”, que era una arteria vial de Lima que también era conocida como la “calle Puente de Santa Clara” y ocupaba en lo que hoy es la cuadra 10 del jirón Ancash, en el propio Cercado de Lima.

Allí vivió en buenas condiciones, digamos, como parte de una incipiente clase media limeña. Así lo recordaba al menos la anciana del Sagrado Corazón de Jesús. Carolina Gallanes fue tan buena amiga que, al fallecer, le dejó una casita en Ica y también dinero, “mil soles”, que nunca vio porque se lo quedó el albacea.
Luego vendió la casa heredada en “tres mil soles”. Ese capital lo supo ahorrar en la “Caja de Ahorros”, y esa renta es lo que le permitía, en esos años, comer y vivir en el hospicio, “hasta que Dios me recoja con su Divina Misericordia y se apiade de mí...”. (EC, 08/03/1934)
Lo único grave que Isidora Díaz había sufrido hasta los 100 años era de cataratas en el ojo izquierdo. Todo empezó en 1888, a sus 55 años, luego de trabajar por un buen tiempo en el jardín de su amiga, donde siempre miraba hipnotizada los rayos del sol. Logró ser operada de ese mal ocular por un “gringo que tenía unas manos divinas, y Dios me perdone por la comparación”. (EC, 08/03/1934)
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Isidora Díaz tenía a sus 100 años las piernas adoloridas, algo hinchadas, lo que le impedía ir a misa, como lo hubiese gustado hacer. En su reemplazo, tenía una medalla de plata del Apostolado de la Oración colgada en el pecho, lo que le permitía “hacer la oración sin necesidad de ir ante el Santísimo Sacramento, lo que ya no podría hacer por sus años”. (EC, 08/03/1934)
El cronista Vinicius no podía terminar la entrevista exclusiva sin preguntarle por el tema “sentimental”. Isidora, con el rostro encendido, contestó al curioso reportero: “Nada…nada”, como cerrando el tema, pero luego quiso contar que su padre intentó casarla con un español cuando era demasiado joven. Pero ella no quiso hacerlo. Eso le bastó, dijo.
Después, una mala experiencia con un hombre, “que no quiso portarse bien”, la llevó a la desilusión amorosa. Así resumió el buen cronista del Decano: “Dos dilemas se presentaron en su vida: el amor obligado y el amor fingido. Optó por el celibato. Como ella dice: por Dios, por la honradez, por la moral, por la virtud”. (EC, 08/03/1934)

Isidora Díaz confesó que había bailado muy poco en su vida, menos de lo que hubiera querido, y que solo tuvo dos amigas en sus cien años: una en la juventud y otra en la madurez con la que fue su protectora hasta su muerte. Isidora afirmó sin tapujos que nunca se hubiera casado sin amor.
Lo único que deseaba de la vida esta excepcional mujer era que “Dios me recoja y descansar… descansar sobre todo de los pies y de las piernas y de las pantorrillas que no me dejan caminar…ya ni a misa puedo ir”. Pero ella rezaba en un breviario “de enormes letras, en cuyas páginas hay gran cantidad de estampas”. (EC, 08/03/1934)
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Vinicius quedó con ella en hacerle fotos al día siguiente, por la tarde. Isidora sonrió con la propuesta y dijo que la última vez que se había fotografiado fue “a los treinta años, cuando era una mocita”. Señaló que se pondría un vestido negro.
El cronista cerró su relato entusiasmado, seducido, obnubilado con la manera de ser de esa mujer de 100 años: “Eterna, invencible, definitiva coquetería de mujer, dominante hasta a las puertas de la tumba”. Así fue la historia de la primera mujer peruana centenaria entrevistada por El Comercio.
