"En conclusión, el régimen de Maduro no tiene intención alguna de irse". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"En conclusión, el régimen de Maduro no tiene intención alguna de irse". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Conforme se endurece la en Venezuela, cada vez hay menos alternativas de solución que proponer. El mero llamado al diálogo, como han solicitado el ex alcalde bogotano Gustavo Petro y la congresista Marisa Glave, resulta completamente insuficiente frente a un régimen que ha destruido cualquier semblanza de representatividad democrática en el país. La imposición de sanciones económicas, por otro lado, tiene el efecto no deseado de herir aun más al ya debilitado pueblo venezolano.

Mientras los caminos diplomáticos se van estrechando y complicando, una verdad se mantiene inalterable: la alternativa moral para Venezuela no es –no puede ser– una guerra. Al menos en cuanto la paz aún sea viable, el objetivo de nuestros esfuerzos como país debe seguir siendo que el régimen madurista desarticule la Constituyente, detenga la violación sistemática de derechos humanos y convoque a elecciones libres y transparentes, que permitan a Venezuela transitar de una dictadura chavista a una democracia verdaderamente plural. El grupo de seguimiento establecido la semana pasada por la Declaración de Lima parece ir en esta dirección, y es una propuesta que merece nuestro apoyo, si hemos de evitar que Venezuela transite a la tragedia de ser una nueva Siria o una nueva Cuba.

El tiempo para lograr una salida diplomática es corto y con cada día que pasa corremos el riesgo de que algún nuevo desarrollo la impida por completo. La conformación de un gobierno paralelo por parte de la oposición o una revuelta masiva dentro de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana probablemente llevarían a la guerra civil. El quiebre del espíritu de protesta del pueblo venezolano y la consolidación de la Constituyente, por su parte, la dejarían en una dictadura perpetua. Ninguna de estas opciones está muy lejos de suceder; y si la diplomacia pretende tener éxito, deberá apresurarse.

En nuestro país y en el resto del continente, sin embargo, ya hay quienes critican la posición diplomática y exigen, como primera (y única) alternativa, la militar. Para algunos, la única forma de salvar a Venezuela es que una alianza de naciones sudamericanas remueva a Maduro por la fuerza. Para otros, como el ex presidente colombiano Álvaro Uribe, por su parte, la mejor solución es una intervención militar donde el Ejército venezolano deponga a Maduro y convoque a elecciones. Incluso, el mismo ha señalado que una invasión estadounidense a Venezuela es una opción sobre la mesa. Estoy enfáticamente en desacuerdo con estas aseveraciones.

Por un lado, el derecho internacional prohíbe el uso unilateral de la fuerza entre estados, salvo legítima defensa o autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Esto tiene sentido. Los estados no son buenos para administrar bondadosamente territorios que no son suyos. Una ocupación militar de Venezuela no podría crear mecanismos de participación ciudadana eficaces para terminar con una dictadura. Los ejemplos de Iraq y Afganistán son paradigmáticos; aunque quizás la propia historia peruana de finales del siglo XIX sea un mejor recordatorio.

Del mismo modo, la experiencia reciente de Egipto, donde el ejército intervino con la excusa de salvaguardar la revuelta popular de la Primavera Árabe y terminó imponiendo otra dictadura, no debe pasar desapercibida. Es más, la propia experiencia latinoamericana con los gobiernos militares en el Perú, Brasil, Chile y tantos otros no debiera generarnos mucha confianza sobre la capacidad de nuestros ejércitos para abandonar voluntariamente el poder una vez que lo obtienen.

Venezuela se encuentra en una grave crisis y requiere de nuestra ayuda. Una Venezuela en guerra, empero, no debería ser vista sino como una derrota más; una situación indeseable a la que habría que responder, pero no promover. La guerra, sea civil o internacional, no es una solución a la falta de democracia. Quien opine lo contrario, pues no entiende de ninguna.