(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Richard Webb

La estrella mediática del día es la . El tema es una constante en el teatro político, pero rara vez ha tenido los rátings de los que goza en la cartelera actual. Sin embargo, la ola de denuncia y de opinión acalorada que se ha suscitado aporta muy poco en cuanto a soluciones prácticas.

Una razón es lo mañoso del término. Hablar de “corrupción” es hablar de algo que vive en la estratósfera del mundo político, no en la tierra que pisa el sufrido ciudadano. Para una mayoría de la población, la evasión de normas y el pago rutinario de pequeñas coimas son necesidades de sobrevivencia que no se comparan con las tácticas para el enriquecimiento del político o funcionario corrupto. El problema es que tanto el gran pecado del funcionario como el pecadillo del ciudadano son hechuras fabricadas del mismo barro humano: una población con deficiencia moral. ¿De dónde van a salir entonces los que reemplazarán a los funcionarios removidos por corrupción? Con acusaciones e investigaciones y condenas a selectos funcionarios podemos seguir distrayéndonos, pero será poco el avance hacia una verdadera moralización si no logramos mejorar la calidad del barro humano en general.

¿Cómo se logra un país más moral? Un concepto muy tradicional es que la calidad moral se encuentra ligada a la clase social. La frase “tener clase”, incluso, tiene ese doble sentido: pertenecer a una categoría más alta en cuanto a nivel socioeconómico y linaje, y tener calidad moral. Más allá de su función autoafirmativa, el concepto no ofrece un instrumento de moralización, aunque sí ha jugado un papel en la formulación de políticas, en particular el de la apuesta por la creación de una clase media que, según la estrategia, sería un grupo no solo políticamente conservador sino además de “mejor” clase humana.

Pero un estudio reciente realizado en Estados Unidos parece indicar que la relación entre el sentir ético y la clase social es exactamente al revés de lo que afirma la creencia. Los choferes de carros más lujosos, por ejemplo, hacían caso omiso a las reglas de tránsito mucho más que los que manejaban carros viejos. En esquinas con cruce para peatones, la mitad de los choferes privilegiados hacía caso omiso al derecho del peatón, algo que no ocurrió con ninguno de los otros conductores. Los ricos, además, resultaron más propensos a esconder ingresos en sus declaraciones para el pago del Impuesto a la Renta, más propensos a la infidelidad hacia sus parejas, a robar en los supermercados, a ser tramposos en los juegos y, muchas veces, a ser menos caritativos.

La estrategia más citada como instrumento de moralización es la educación y con frecuencia se pide un regreso de la educación cívica. Mi opinión es que la educación moral, en un 90%, se recibe en el hogar y en la comunidad, no en escuelas. Si los resultados comentados crean dudas acerca de la relación entre el nivel educativo y la moral, otras noticias ahondan dicha inseguridad. Me refiero a los chocantes descubrimientos con relación a los abusos sexuales de niños cometidos por sacerdotes católicos. Ya habíamos tenido noticias de casos en el Perú, en Chile y en Alemania, pero la semana pasada se divulgaron resultados particularmente documentados en el estado de Pensilvania (Estados Unidos), donde los abusos se habían vuelto prácticas de redes de sacerdotes que se ayudaban y se encubrían mutuamente. ¿Y la educación? ¿Acaso los sacerdotes no reciben una educación excepcionalmente larga y completa, y además con un contenido fuertemente moral? El caso crea dudas no solo acerca del poder moralizante de la educación formal sino también del poder de la religiosidad.

La historia del control del comportamiento antisocial es casi la historia de la civilización y en toda etapa anterior ese control ha sido objeto de una combinación de estrategias, algunas dirigidas al civismo voluntario, otras a los instrumentos de control estatal. Pero la modernización viene a complicar lo que se ha aprendido en el pasado, en especial por la extraordinaria libertad individual que traen los nuevos instrumentos de conexión, de información y de movimiento, una libertad que no tiene paralelo en la historia. En mi opinión, esa nueva autonomía personal está rebasando los instrumentos de control social heredados. Es vital repensar las fórmulas para la moralidad, que es la base de toda comunidad.