Hoy, 21 de junio, empieza el en . Así lo dicta la formalidad del calendario astronómico, aunque ya desde fines de mayo hemos tenido días –no uno ni dos, más bien doce o trece– con temperaturas por encima de los treinta grados, con lo cual la primavera de este año ha durado lo mismo que una exhalación.

Desde que vivo en el verano se adelanta cada vez más y, con él, la premura por escapar de esta preciosa ciudad, cuyas olas de calor son insufribles. Si tuviésemos playa sería otra cosa, pero no hay. Cada vez que llega el verano me doy cuenta de lo mucho que extraño el mar (aunque tal vez lo que extraño es la libertad de correr hacia él y alcanzarlo, como me pasaba en Lima, en menos de media hora).

Con el calor invadiéndolo todo es natural que las calles de Madrid comiencen a despoblarse a estas alturas del año. Miles de residentes huyen de la capital en busca de algún litoral –Valencia, Málaga, la Costa Brava–, y los que no pueden financiarse unas vacaciones se quedan resignados a zambullirse en alguna piscina municipal o a nadar en los embalses, ríos y pantanos, esas malas imitaciones de una playa. En esos accidentes geográficos uno puede refrescarse, sí, pero la experiencia está lejísimos de la plenitud que trae consigo tumbarse en la arena blanca, panza arriba, entre las olas que revientan en la orilla y los Mojitos de la barra del chiringuito. Pero nada de eso hay en Madrid. Y uno lo nota. Y lo padece. No por casualidad, a fines de los ochenta, se convirtió en himno esa canción de la banda madrileña Los Refrescos que afirma: «Podéis tener Retiro, Casa Campo y Ateneo. Podéis tener mil cines, mil teatros, mil museos. Podéis tener Corrala, organillos y chulapas. Pero al llegar agosto, ¡vaya, vaya! ¡Aquí no hay playa!». La letra es impecable, aunque el calentamiento global la ha desactualizado, porque ya no hay que esperar hasta agosto para derretirse con la canícula.

Para los peruanos que residimos en Europa, quizá la forma natural de escapar del verano sea viajar rumbo al invierno de Perú. De hecho, el mes que viene me tocará ir a Lima unas semanas y no veo la hora de concretar esa visita; no solo porque veré a mi madre, mis hermanos, mis amigos, sino porque podré envolverme por ese frío húmedo, ese cielo gris rata, esas mañanas percudidas y esa garúa insulsa que, desde aquí, transpirando horas de horas, se vuelven muy deseables.

El verano español empieza con el solsticio, que es el momento del año en el que el sol, visto desde el hemisferio norte, alcanza su punto más alto en el cielo al mediodía. Ese momento es hoy. Hoy, sábado, será el día con más horas de luz solar del año y desde hoy los días comenzarán a acortarse lentamente. En realidad, ya lo vienen haciendo. No hay nada más fantástico que los días cortos. Llevo una década sorprendiéndome de ese milagro: la luz del día dura hasta las nueve, diez, a veces once de la noche. Para una criatura nacida y educada en el hemisferio sur, malacostumbrada a que el sol se ponga a las seis en punto de la tarde, hasta hoy resulta inverosímil esa contradicción entre lo que dice el cielo y lo que marca el reloj. Los días de verano son larguísimos y por lo mismo más hermosos que en el resto de estaciones. La gente no quiere abandonar las terrazas, los negocios se niegan a cerrar sus puertas, la calle no sabe quedarse en silencio. El buen humor cunde, se expande. Y las incursiones playeras, por ejemplo, se prolongan tanto que uno se descubre con traje de baño a la hora en que, normalmente, ya se habría puesto la pijama. Por eso es tan difícil mandar a los niños a la cama durante el verano: les dices «ya es hora de dormir», pero luego notan por la ventana que el sol sigue rodando allá afuera y entonces uno, como padre, se siente desautorizado por la naturaleza.

Hoy, en esta parte del mundo, se vivirá el día más largo y la noche más corta del año. Los especialistas auguran 38 grados de calor. Tocará redoblar la dotación de cervezas en la nevera, duplicar las aplicaciones de protector en la piel, llevar cada ventilador al máximo de su velocidad, y beber y celebrar y compartir hasta la última gota de luz.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

Contenido Sugerido

Contenido GEC