"En el mundo de la política, la pandemia ha servido para dar rienda suelta a comportamientos irresponsables, egocéntricos y corruptos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"En el mundo de la política, la pandemia ha servido para dar rienda suelta a comportamientos irresponsables, egocéntricos y corruptos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

He tratado en los últimos años que la columna que escribo en tiempos navideños sea optimista. En diciembre pasado, por ejemplo, opinaba sobre el coraje juvenil y cómo nos estaba mostrando el camino hacia un futuro mejor y diferente (“Tamborileros”, 25/12/2020). Esta vez, sin embargo, será la excepción porque no vislumbro que estemos construyendo una “nueva” normalidad.

Y no es que sea pesimista, me remito a los hechos. Comienzo con lo más próximo, mi experiencia personal. Me gusta caminar, pero recientemente busco pasear por lugares poco atractivos, pero menos transitados. ¿Por qué? Para evitar los permanentes colerones ante tanto desconsiderado que anda sin mascarilla. Por desgracia no me quedo callado y mis corteses llamadas de atención son respondidas con palabras soeces o prominentes dedos medios. Es la cultura de transgresión de siempre, pero ahora adaptada al coronavirus, con fiestas o reuniones familiares prohibidas, la falta de distanciamiento social en lugares públicos y una sensación de relajo general.

Ya pasando a nuestras instituciones sociales, muchos consideran que hemos recuperado a la familia al no tener que desplazarnos y trabajar en el hogar. No obstante, en términos generales, la pandemia ha exacerbado la desigualdad y violencia al interior de la unidad familiar. Existe mayor desempleo en la fuerza de trabajo femenina, lo cual hace que se hayan vuelto más dependientes de sus cónyuges. Al mismo tiempo, se ha recargado el trabajo doméstico que recae desproporcionalmente en ellas. Los conflictos y violencia intrafamiliar (psicológica, física y sexual) también están en aumento. Asimismo, un reportaje de la BBC (6/12/20) informa que las tasas de divorcio están aumentando en varios países debido a la presión impuesta por el aislamiento social.

En el mundo de la política, la pandemia ha servido para dar rienda suelta a comportamientos irresponsables, egocéntricos y corruptos. Lo peor es que es un fenómeno global que está cuestionando la esencia misma de los sistemas democráticos representativos. Las autoridades elegidas han estado más preocupadas por popularidades y populismos, reelecciones, proteger grandes intereses económicos, y menos en el bienestar del pueblo. La crisis sanitaria ha ensanchado la distancia entre el poder formal y la ciudadanía, notándose en una enorme falta de empatía. Justo el título de esta columna fue la respuesta de Donald Trump en agosto pasado cuando se le preguntó sobre el aumento de muertes por COVID-19.

El hipercapitalismo ha aumentado su control sobre la economía local y mundial. Varios medios han informado cómo los súper-adinerados se han vuelto más ricos. Según “USA Today”, los 614 billonarios estadounidenses han visto sus fortunas crecer en 931 mil millones durante la pandemia (1/12/20). En muchas de nuestras democracias, las grandes empresas y fortunas se han visto desproporcionalmente beneficiadas por políticas fiscales de rescate financiero y tributario.

La mayoría de los sociólogos nos resistimos a pensar que existe una “naturaleza humana”. La idea de que todos, en el fondo, “somos buenos” o “egoístas racionales”. Tendemos a negar los esencialismos. Nuestra formación nos lleva a contemplarnos como seres formados gracias a nuestra relación con los demás. Algunos creen que somos producto –cuasi marionetas– de la sociedad, mientras que otros pensamos que, más bien, somos fruto de negociaciones continuas con el entorno. De una forma u otra, no obstante, nuestro comportamiento tiende a ser estructurado y eso significa que una vez establecido no es fácil de cambiar.

Una crisis como la pandemia puede desestructurar, como hemos señalado anteriormente (véase “Una pandemia posmoderna” 1/1/20). Empero, para que ocurra no es suficiente variar ciertas prácticas y costumbres, especialmente cuando estas no cuestionan el statu quo. El creciente teletrabajo, por ejemplo, no nos acerca necesariamente a la familia, pero sí pone nuestro espacio privado al servicio del mercado, ampliando su dominio sobre nuestras vidas. El comercio electrónico disminuye los traslados a centros comerciales, pero aumentan las movilidades de servicio a domicilio y los residuos producto del mayor empaquetamiento.

Debemos tener en claro que lo transformativo debe pasar necesariamente por un cambio sustancial en las actuales relaciones de poder que –por ahora– siguen concentrándose cada vez en menos personas y organizaciones.