De todas las fórmulas mágicas que pueden ensayarse en el breve tiempo que queda para construir una vía de transición política básica y no traumática hacia julio del 2026, hay una que percibo realista en su concepción y práctica.

Primero, como en los tiempos de Alberto Otárola al frente de la Presidencia del Consejo de Ministros, Dina Boluarte debería replegarse en la jefatura de Estado y Gustavo Adrianzén asumir plenamente la jefatura de Gobierno. Así sabríamos más claramente el papel de cada cual, en un sistema presidencialista que reclama un rediseño constitucional urgente.

Con ello, Boluarte ya no tendría el desgaste del día a día gubernamental con tantos actos y protocolos que la enredan y confunden más. Desde el cómodo Consejo de Estado, Boluarte podría generar acuerdos estratégicos para combatir la criminalidad, articulando mejor el trabajo del Ejecutivo, Congreso, fiscalía y Poder Judicial. Libre de la presión gubernamental, hasta podría viajar a Roma a la entronización de León XIV. Nadie podría reclamarle su indispensable presencia en un Perú convulsionado.

Con este reparto de roles entre Boluarte y Adrianzén, los principales sostenes hasta hoy del gobierno en el Congreso, César Acuña y Keiko Fujimori, podrían ver más productiva y útil su intervención, pues no tendrían que estar asumiendo tantos saltos al vacío, que no les reditúan porvenir alguno en términos electorales futuros. La pérdida de dirección y horizonte de Boluarte y Adrianzén hace que precisamente Acuña y Keiko Fujimori tengan el mayor peso de poder político del país en sus manos, como ya fue revelado en dos grandes encuestas. Vestirse de este poder, detrás o delante del trono, según las circunstancias, puede ganarles un sitio en la historia, dependiendo cuán hábiles puedan ser para manejarlo sin erosión política traumática para ambos.

Conociendo en qué está Boluarte y en qué Adrianzén, y con Acuña y Keiko Fujimori sosteniendo al gobierno ya no en lo alto de un trapecio (tratando de evitar su caída) sino en tierra firme ( buscando salidas concretas y viables), otros dos importantes poderes del Estado, la fiscalía y el Poder Judicial, sabrían conducirse mejor. Se les reclama más probidad y menos venalidad en sus miembros y por supuesto más control y menos complacencia sobre quienes representan visibles signos de confrontación y persecución políticas.

No pretendo que esta fórmula vaya a ser perfecta, pero sí podría resultar mágica si principalmente la presidenta Boluarte se convence definitivamente de que lo que mejor le calza en el poder político que ocupa es la jefatura de Estado y la inevitable encarnación de la nación. Desde ambas posiciones ella puede hacer un mejor gobierno sin necesariamente gobernar, porque esta función estaría en manos de un subordinado suyo como el llamado primer ministro Gustavo Adrianzén.

Entronizada idealmente en la jefatura de Estado, Boluarte se convertiría así en una última real instancia política, alrededor de la que los peruanos podríamos aparecer menos confrontados radicalmente y más reconciliados entre unos y otros, en medio de tantas inútiles y ruidosas amenazas de vacancias, censuras, inhabilitaciones, vetos y juicios constitucionales.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor

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