"Es una triste alegoría sobre la polarización porque anula lo humano en el otro y lo transforma en un monstruo solo por ser diferente".(Ilustración: Giovanni Tazza)
"Es una triste alegoría sobre la polarización porque anula lo humano en el otro y lo transforma en un monstruo solo por ser diferente".(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Una nación polarizada está poblada de visiones unidimensionales negativas de “los otros” porque se construye sobre ideologías y sus estereotipos. Es un fenómeno que está corroyendo las principales democracias del mundo. Todo contrario a lo que urge en estos momentos: una profunda comprensión de las complejas y múltiples diversidades que vivimos.

Nos toca, por ello, vivir una era bastante particular. Contamos con una cantidad impresionante de información sobre nuestro mundo. Cualquier computadora y celular nos da acceso a conocimientos producidos por instituciones y centros de investigación serios. Pero no, preferimos el tuiteo donde cunda la calumnia, las ‘fake news’, documentos fraguados, fotos truqueadas, el rumor y el chisme. De ahí que el político haya descendido –créanlo o no– a niveles más bajos que nunca. Y sucede desde los dos bandos.

Desde la derecha se nos insiste que el éxito económico depende fundamentalmente de la capacidad y el empuje personal. Poco tiene que ver la mala distribución de los ingresos y su reducida redistribución. La existente –se insinúa– es tan normal e inevitable como la selección natural. Nos dicen que la libertad garantiza que las oportunidades estén ahí para todos. El pobre, entonces, quiere serlo porque no las utiliza, no hay otra explicación.

Sin embargo, eso no muestra la investigación científica promovida por instituciones muy ‘establishment’. De acuerdo a OCDE (2019), entre sus países socios (altamente desarrollados), tomaría un promedio de 4,5 generaciones para que una persona nacida en una familia del 10% inferior socioeconómico, alcance el ingreso medio del país en cuestión. También evalúa el caso de Colombia –país similar al nuestro– en el cual tomaría ¡300 años! lograr lo mismo. En otro estudio, el anual sobre movilidad del Foro Económico Mundial (2020), el Perú ocupa el puesto 66 de 82 países, con un índice que nos ubica entre los últimos en Sudamérica.

Recién con un candidato socialista liderando la intención de voto es que siete exministros de Economía (, 9/5/2021) concuerdan en recomendar la eficiente redistribución y el mejoramiento de servicios básicos (educación y salud) para mejorar la “economía social del mercado”. ‘Too late?’.

Los antimodelo, a su vez, no acaban de comprender que el reto es igualar oportunidades para todos y así promover el desarrollo del talento, empuje e innovación. Esto no se logra –como advierte el sociólogo Alejandro Portes– con estrictas exigencias de conformidad (pensamiento único) que ahogan la iniciativa o con “normas niveladoras hacia abajo” que castigan el éxito personal al considerarlo contrario a la igualdad y solidaridad grupal.

Disminuir las remuneraciones a los funcionarios públicos, por ejemplo, es un error garrafal que ha fracasado en el pasado. Lo ideal, por el contrario, es promover la meritocracia sobre la base de incentivos para que –al mismo tiempo que se reciben recompensas individuales– los ciudadanos y ciudadanas obtengan mejores bienes y servicios públicos.

Acabo de leer un largo ensayo que intenta explicar la reciente fascinación con los zombis en la cultura popular posmoderna (Vervaeke, Mastroprieto, Miscevic, 2017). De las 600 películas realizadas sobre el tema entre 1920 y 2017, más de la mitad son de los últimos 10 años. Los autores consideran que la popularidad de los “muertos vivientes” tiene clara relación a cómo percibimos actualmente a “los otros”, aquellos con los cuales sentimos mayor lejanía social, a pesar de que habitan espacios tan cercanos.

Por mucho tiempo, nos acercábamos a los otros gracias a la religión o la creación de comunidades, como la nación. Sin embargo, el zombi es una negación de la liberación del alma y la resurrección del cuerpo. También es la oposición total de la existencia de comunidad porque no existe entre ellos. Es un otro peligroso, un asesino persistente, repulsivo e incansable, un ser que no dialoga, irracional y descerebrado.

Es una triste alegoría sobre la porque anula lo humano en el otro y lo transforma en un monstruo solo por ser diferente: pobre, inmigrante, LGTB, izquierdista, conservador, etc. Los populistas son los principales alentadores de esta deshumanización y alientan –en nombre de Dios, el “pueblo” o Adam Smith– el desprecio y ninguneo.