(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Enrique Bernales

Una vez más, el Congreso y el Gobierno se encuentran entrampados en querellas innecesarias. Carece de racionalidad política hacer de la confrontación un “modus vivendi”. Esta situación afecta al Legislativo y al Ejecutivo; a la sociedad, a sus instituciones y a la economía del país.

Mucho se ganaría si cesaran las declaraciones ofensivas, las descalificaciones conceptuales, los sofismas que ocultan errores de conocimiento, los apoyos a cualquier precio o el odio hepático que alimenta las posiciones antipartido. Vaya, ¿es que hemos olvidado que la tolerancia es una de las virtudes de la política, que hay que saber aplicar y que nadie es condenado sin prueba fehaciente de culpabilidad? 

No descarto que el encono nacido del resultado de las elecciones de 2016 sea la causa de esta desavenencia, pero ese escenario está lejos y si queremos contribuir a salir de esta encrucijada que repercute negativamente en la economía, es necesario encontrar causalidades más recientes. 

Al analizar los hechos que distancian a Fuerza Popular –que controla, con excesos, la mayoría del Congreso– y al Gobierno del presidente Pedro Pablo Kuczynski, encuentro tres escenarios que protagonizan la confrontación: el desconocimiento o la lectura sesgada del Estado Constitucional que estructura nuestro ordenamiento político y jurídico; los efectos devastadores de la corrupción, especialmente el Caso Lava Jato; y, consecuencia de los dos escenarios precedentes, la adopción de políticas que pueden tener graves consecuencias en el funcionamiento del aparato socioeconómico nacional. 

Sorprende que siendo el Estado Constitucional la concepción que estructura el funcionamiento y articula el sistema político y jurídico como un todo donde no existen antinomias, haya quienes fomentan jerarquías, así como instituciones intocables, que algún sentido tenían bajo las monarquías absolutas, pero ya no en las repúblicas democráticas, donde la igualdad ante la ley es la consecuencia de la vigencia plena de la Constitución. 

El respeto a los derechos fundamentales, y el cumplimiento del Estado de los deberes que le asigna la Constitución, señalan como elementos articuladores de la democracia que el Poder del Estado emane del pueblo y que quienes lo ejercen lo hagan con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen (artículo 45). En concordancia con esa disposición, la Constitución prevalece sobre toda norma legal, la ley sobre las normas de inferior jerarquía, y así sucesivamente. Se configura así un sistema unívoco, donde ningún cargo ni institución tienen un poder absoluto y una capacidad de acción discrecional no sujeta a control. 

Sin embargo, hay quienes especulan que la Constitución no es un todo orgánico, donde política y derecho se relacionan y estructuran el conjunto del Estado y de la sociedad, sino una suma de artículos aislados uno del otro, que funcionan como si fueran compartimentos estancos. Obviamente es un error interpretar la Constitución como si fuera una ley cualquiera, sin capacidad para ordenar y darle coherencia a todo el Estado y la sociedad, y regulando como lo hace los derechos y deberes de todas las personas. 

Un manejo distorsionado de la Constitución lleva a enfrentamientos donde cada cual defiende su espacio y su poder, como si fuera un feudo. Este es el problema que hoy enfrenta al gobierno y al Congreso en torno a la cuestión de la autonomía de las instituciones. Si se revisa la Carta, encontraremos que muchas entidades son declaradas autónomas en su organización, funciones y administración. Entre ellas, naturalmente, están los propios poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial del Estado. 

¿Pero es acaso que la Constitución prescribe el caos autonómico y que autonomía es un poder absoluto que convierte en intocables a sus funcionarios? No, los únicos poderes del Estado son el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Tampoco es cierto que quien tenga autonomía disponga por ello de independencia; esta última es sinónimo de libertad de decisiones no sujetas a control y si del Estado se trata, de soberanía. En síntesis, lo que la Constitución autoriza es una autonomía estrictamente funcional dentro de la ley, sujeta a control y a sanción si quien asume responsabilidades funcionales comete una falta grave o infringe la Constitución. Si tal situación se diera (y no creo que sea este el caso del actual fiscal de la Nación), tiene que ser sometido a una investigación que garantice la presunción de inocencia, el debido proceso y el derecho a la defensa, pero que castigue si se prueba la culpabilidad. Es decir, una autonomía sin cetros, coronas, ni omnipotencias. ¡Eso es lo que ordena la Constitución!

La corrupción que hoy afecta al Perú ha hecho visibles en el Caso Lava Jato limitaciones que, por falta de recursos, deficiencias legales, traslapes, celos y hasta desconfianzas, dificultan y demoran abrir proceso a quienes estén inmersos en poderosas redes de corrupción. Debe, pues, el Ministerio Público actuar con transparencia, sin excepciones y con plazos razonables.  

Invoco, en consecuencia y por necesidad, a llegar a acuerdos entre los poderes del Estado. Que se respeten las respectivas atribuciones y el mandato constitucional que otorga al presidente la calidad de jefe del Estado y del gobierno; y con ello la obligación de coordinar con los otros dos poderes la unidad para liquidar a la corrupción y resolver los retos del crecimiento económico y el ejercicio pleno de los derechos constitucionales.