Ser peruano supone asumir la galería de lo diverso. Somos unos privilegiados. La diversidad nos permite albergar muchas etnias y lenguas, formas de arte popular notables, paisajes tan distintos y maravillosos. Nos podemos jactar de nuestro prodigioso territorio: algunas de las montañas más bellas de Sudamérica, el lago navegable más alto del mundo, ríos caudalosos y abismos marinos.
Nuestros artistas han escrito y dibujado y compuesto esta diversidad. Tenemos obras monumentales como los “Comentarios Reales” del Inca Garcilaso. También obras concisas, íntimas, como la poesía de Blanca Varela. Martín Chambi, Celso Garrido Lecca y Tilsa Tsuchiya han retratado el Perú desde distintos órdenes y ángulos. En cada una de estas obras y en tantas otras el Perú es un país distinto.
Nuestra gastronomía también se ha beneficiado de esta diversidad. Solo en un país con tantas diferencias, con inmigrantes que trajeron tantos ingredientes desde todas partes del mundo, pueden aparecer platos que integran, fusionan, armonizan diversos sabores con los nativos. Es una gastronomía que sintetiza y potencia la de otras.
Pero esta diversidad también es la causa de nuestras barreras. La sociedad se ha visto erosionada por sus diferencias. El racismo y la discriminación se han convertido en plagas endémicas. El gran factor de nuestro atraso es el modo como se margina y se deja de valorar a tantas personas con un menosprecio por su cultura. En un país tan dividido, parece sumamente difícil que la sociedad formule un proyecto común, con participación de todos sus integrantes. Los muros de los que hablaba Arguedas en su último diario no se han roto y pueden verse señales de ellos todos los días.
Esa división está ligada al desarrollo de la corrupción. Sentir que uno no pertenece a una sociedad, que esta sociedad no le importa, es un incentivo o una licencia para los corruptos. La corrupción es una consecuencia directa de la falta de consolidación de una sociedad.
Nuestra política también se ha contagiado de esa traba cultural. Tenemos caudillos a cargo de grupos en pugna unos con otros, y no líderes dirigiendo partidos nacionales. Los caudillos favorecen a sus camarillas y no admiten a otros salvo que se sometan. Hacia ellos hay un culto a la personalidad. La prueba es que cuando el líder desaparece, los partidos también. Se ha cumplido en todos los casos. No votamos por ideas o ideologías, sino por las figuras que creemos que las representan. En ese proceso entran a tallar mitos como el de la “pureza” del ‘outsider’.
En estas Fiestas Patrias, cuando vivimos acosados por un Gobierno con una mayoría de ineptos, con indicios claros de corrupción, y un Parlamento que, en su conjunto, no está a la altura, uno puede pensar en el tipo de líder que nuestro país necesita. Una figura que pueda integrar a gentes de las regiones más diversas, con algo que decirle a cada uno de los peruanos, más allá de ponerse un sombrero cuando va a alguna localidad. Llegar a cada uno de los miembros de la sociedad, en ciudades y zonas rurales distintas, parece una hazaña en un país tan rico y diverso.
Ser peruano es un motivo de orgullo, de preocupación, de solidaridad, pero, sobre todo, de unión. Ese compromiso original se forma no en el terreno de la economía (para la que hay fórmulas exitosas conocidas), sino en el de la integración cultural. Si algún día se logra tener una cultura integrada, que asuma las diferencias y particularidades de cada peruano y peruana, podríamos construir una sociedad nacional. La educación es el único camino. Mientras tanto, aquí seguiremos, celebrando y esperando un año más.