Renato Cisneros

¡Otra vez saltaron los plomos!

Eso fue lo primero que pensé el lunes de esta semana cuando, pasado el mediodía, mi computadora se apagó de repente. Fui a revisar el tablero eléctrico, pero para mi sorpresa los interruptores estaban en su lugar. Entonces me asomé al balcón en busca de algún vecino que corroborara si la luz también se había ido en el resto del edificio. «Toda la calle está sin energía», me respondió una señora desde la planta baja. Enseguida entré a las redes sociales y ahí me enteré de que se trataba de un «apagón nacional» que, además de a España, afectaba a Portugal, Andorra y ciertas zonas de Francia, Italia y Alemania. Cuando quise averiguar más ya el Internet se había cortado. Mi esposa y yo pasamos una hora intentando en vano comunicarnos con amigos o familiares. Una vez que los teléfonos se quedaron sin batería, cogimos a las niñas y salimos a la calle a ver si lográbamos averiguar algo sobre el corte del suministro y conseguir algo de comida caliente.

Me llamó la atención ver tanta gente en las terrazas tomando cerveza. Los supermercados estaban cerrados. Solo atendían los pequeños bazares, pero aceptaban nada más que dinero en efectivo. Los transeúntes se amontonaban allí en busca de baterías, botellas de agua y las preciadas radios portátiles. Fue gracias a una de esos transistores que nos enteramos de que el restablecimiento del servicio tomaría entre seis y diez horas. Seguimos caminando por el barrio para ver más manifestaciones del caos. A lo lejos, se escuchaban sirenas de ambulancia o del camión de bomberos. En la radio a pilas de un anciano, un periodista comentó que había personas atrapadas en los vagones y elevadores del metro; que el tránsito en las carreteras se hallaba empantanado; y que tanto el aeropuerto de Barajas como la estación de Atocha se habían convertido en un pandemonio.

Con los semáforos inactivos y los atascos por doquier tuvo que salir a poner orden la división de policía de tránsito (nadie los había visto nunca). A esas alturas ya no pasaban taxis; los autobuses lo hacían pero atestados de pasajeros: una imagen que me recordó a las unidades naranjas de la línea Covida que me llevaban a la academia preuniversitaria, de cuyas puertas traseras viajé colgado varias mañanas del siglo pasado. En todas las esquinas, voltearas adonde voltearas, la gente se miraba igual que en los inicios de la pandemia, como preguntándose: qué diablos está sucediendo y cuándo diablos va a terminar. Los más aburridos se sentaban en sus fachadas a disputar partidas de cartas, otros jugaban lingo, otros improvisaban conciertos a capela o picnics en el asfalto; unos pocos, acurrucados en las bancas, se entregaban a la única tecnología confiable ayer, hoy y siempre: la lectura. Me impresionó ver lo festivos que son los humanos cuando se quedan sin celular. También noté que, en cada grupo, cada puerta, cada círculo, una palabra sobrevolaba el ambiente: «ciberataque». El morbo de los conspiranoicos se desplegaba sin rubor. A una mujer que hablaba por teléfono, le oí decir, con gran convicción: «¡Son los hackers rusos!». Otro tipo, en las afueras de un bar, especuló a viva voz: «¡esto es cosa de Putin!». En los cielos, el ruido de los helicópteros que patrullaban la ciudad incrementaba esa sensación de inminente apocalipsis. «Parece que estuviéramos en una peli», advirtió mi hija de siete años, alucinada con los eventos a su alrededor y contando los minutos para volver a casa y hacer funcionar sus linternas y walkie-talkies, que se convertirían en nuestro más efectivo medio de comunicación familiar el resto del día.

Confieso que, al principio, en los primeros minutos del evento, pensé que la experiencia de haber vivido los apagones generales en el Perú de los 80 y 90 me bastaría para mantener la calma. Pero no. Me equivoqué. El de hoy es un mundo muy distinto al de hace cuarenta años. Nuestra dependencia de la electricidad se ha multiplicado de forma exponencial. Antes, te quedabas a oscuras y solo extrañabas no poder ver la televisión. Las familias aprovechaban para conversar a la luz de las velas compradas en la bodega, oyendo de fondo la voz de Miguel Humberto Aguirre, en Radioprogramas, recordar las medidas de seguridad que debían tomarse. Este lunes, en cambio, faltos de conectividad, sin acceso a las noticias, sin ni siquiera poder intuir el origen del problema, era muy fácil sentirse desconectado del planeta, en una isla o realidad paralela.

La luz volvió recién a las diez de la noche, justo antes de que afuera se extinguieran los últimos resplandores de la primavera madrileña. La gente lo festejó como si fueran las doce en año nuevo. Pasados unos minutos, descendidos ya los niveles de euforia, cada quien regresó a su agujero, se enchufó a una pantalla y se instaló cómodamente en su rutinario estado de zombi.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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