Editorial El Comercio

El nivel de improvisación que demuestra regularmente el presidente, acoplado a su debilidad política, invita a pasar por alto algunos de los mensajes más extravagantes que intenta transmitir. Esto, por supuesto, sería un serio error. Debido al cargo que ostenta, el mandatario sigue siendo la persona con más poder político del país. Sus palabras importan, y debe responder por ellas.

Por eso, el discurso que dio el sábado pasado en Pasco no debería ser tomado a la ligera. Desde la Plaza de Armas de Yanahuanca, el presidente Castillo anunció que su gobierno revisará “todos los contratos que tiene el país, en todos los ministerios, en todas las obras”.

“Les vamos a dar un plazo a estas empresas [para] que hagan las obras. Si no las hacen, las tomará el gobierno, y a través del , a través del equipo de ingenieros que tiene el Ministerio de Defensa, tomarlas, y hacerlas directamente, hacerlas con el pueblo y entregarlas al pueblo. El pueblo no aguanta más”, indicó en la provincia de Daniel Alcides Carrión, región Pasco.

El mensaje es, en efecto, tan problemático y poco ejecutable que existe la tentación de, simplemente, dar un suspiro, pasar la página y descartarlo, como ha sucedido con otras tantas propuestas del mandatario. Pero viniendo directamente del jefe del Estado en un encuentro público, se debería presumir que esta es una política de gobierno, que ha sido ya acordada en el seno del Gabinete, y que se tiene a disposición el plan de ejecución, incluyendo presupuesto y cronograma. En otras palabras, por institucionalidad, se debería tomar en serio.

De ser ese el caso, el equipo de gobierno estaría demostrando que su conocimiento sobre la dinámica de la inversión pública y sus problemas es tremendamente limitado. Los retrasos en las obras tienen –en su gran mayoría– causas que poco o nada tienen que ver con la voluntad del contratista. Por ejemplo, una serie de proyectos están paralizados como consecuencia de dificultades para adquirir y sanear los terrenos necesarios para desarrollarlos –era el caso, por ejemplo, de la expansión del aeropuerto Jorge Chávez, en Lima–. Otro gran grupo tiene problemas judiciales de por medio y un sinfín de controversias legales. Más aún, un tercer conjunto lo conforman proyectos que no pueden empezar ejecución o avanzar porque su diseño inicial contiene errores. Y, en medio de todo, se hallan funcionarios de ministerios e instancias subnacionales que –por desidia, incompetencia o temor de denuncia de la contraloría– fallan en dar soluciones. En este panorama, ¿qué solucionaría, exactamente, la propuesta del presidente Castillo? A lo que debe seguir la pregunta inevitable: ¿qué competencias especiales tiene el Ministerio de Defensa para construir hidroeléctricas, hospitales, carreteras y acueductos?

Una arista adicional son las contingencias legales para el Estado si quisiera alterar unilateralmente los acuerdos vigentes. Si alguna empresa concesionaria no ha cumplido los plazos correspondientes por causas que son su responsabilidad, los mismos contratos contemplan penalidades que en el extremo incluyen la rescisión del contrato. Por eso, cualquier ultimátum en este sentido tiene más de contenido para la tribuna que de agenda para política pública. Más bien, la iniciativa parece orientada a expandir uno de los tipos de inversión pública más propensos a la corrupción y al uso clientelar de los fondos del Estado.

Las palabras de cualquier presidente, decíamos, deben siempre tomarse muy en serio, pero en algunos casos sería mejor pensar que simplemente estaba improvisando.

Editorial de El Comercio