Dos días atrás, mientras dentro del Palacio Legislativo el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, se presentaba ante el pleno del Congreso para solicitar el voto de confianza que le permitiría ir adelante con su gestión, afuera una turba gobiernista protagonizaba una manifestación contra todo lo que, a su juicio, estaba estorbando a la actual administración; especialmente, la oposición parlamentaria y la prensa independiente. Pero mientras la oposición parlamentaria no estaba allí, la prensa independiente, sí… Y sufrió las consecuencias.
Cinco reporteros agredidos (en algún caso, con la consecuencia adicional del destrozo de sus equipos) fue el saldo de un súbito desplazamiento del cordón policial que protegía a los hombres y mujeres de prensa allí presentes. Según ha narrado el camarógrafo de Latina Carlos Huamán, uno de los agredidos, los efectivos policiales se movieron y ellos quedaron atrapados entre los enardecidos manifestantes. “Un grupo de personas me cerró y ahí empezaron los jalones, golpes y empujones”, ha precisado él a propósito del episodio que terminó con su cámara rota.
Pero eso no fue todo: a la fotógrafa de “Caretas” Romina Solórzano la arrastraron de los cabellos y la golpearon. Al fotógrafo de “La República” John Reyes le cayó un puñetazo y sus anteojos acabaron hechos trizas. Y al fotógrafo de “Diario Uno” Diego Vértiz le llovieron chicotazos. De acuerdo con información proporcionada por el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS), por otro lado, un periodista que trabaja para una agencia internacional fue víctima también de arañones y golpes.
Una jornada, en suma, deplorable y preocupante por lo que augura para el futuro de quienes nos dedicamos a este oficio en uno u otro terreno, como se han encargado ya de expresar la Asociación de Reporteros Gráficos del Perú, la Asociación de Fotoperiodistas del Perú, el Consejo de la Prensa Peruana y el propio IPYS, amén de la Defensoría del Pueblo.
Lo cierto, no obstante, es que la hostilidad de esta especie de barra brava gobiernista hacia la prensa resulta ciertamente indignante, pero no sorpresiva. Ella es solo una consecuencia de la prédica que, desde la campaña electoral, el ahora presidente Pedro Castillo y su entorno desplegaron contra los medios que osaban poner en evidencia sus carencias, sus contradicciones y sus turbios antecedentes. Como más de una reportera puede testimoniar, además, en diversas ocasiones la agresión dejó de ser solo retórica para convertirse en violencia física.
Enumerar aquí una vez más los incontables episodios en los que el mandatario y sus colaboradores más cercanos han demostrado abierta o embozadamente su ojeriza hacia la prensa sería ocioso. Lo que corresponde en esta ocasión es, más bien, señalar la relación de causa y efecto que existe entre ese discurso y lo ocurrido hace dos días. Aun cuando esos manifestantes no fueran una ‘portátil’ llevada al lugar con instrucciones expresas de comportarse como lo hicieron, sino solo un conglomerado de espontáneos, la responsabilidad alcanza al Gobierno.
El paralelo con las barras bravas, de hecho, no es casual, pues con la misma lógica que lleva a sancionar por sus desmanes a los clubes por las que ellas hinchan, se debe volver ahora los ojos hacia quienes ejercen el liderazgo político que puso a ese tumulto en pie de guerra contra los medios.
La circunstancia de que el jefe del Estado se haya negado hasta ahora a firmar la Declaración de Chapultepec es, en ese sentido, más que elocuente. Revela –o simplemente confirma– que al actual gobernante y sus adláteres no les gusta la transparencia ni que le coloquen encima los reflectores que desnuden sus miserias, su mediocridad y sus corruptelas. No les gusta, en buena cuenta, aquello que constituye la razón de ser de este turbulento oficio. Pero eso solo debería estimularnos a redoblar nuestro compromiso con él y a afianzar, a través de su ejercicio sin cortapisas, la democracia.
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