Ayer el presidente Martín Vizcarra decretó la disolución del Congreso de la República. En realidad, el mandatario ha procedido tal y como había adelantado en la víspera, cuando en una entrevista televisiva advirtió que, en caso el Parlamento no diera trámite inmediato a la cuestión de confianza planteada por el ahora ex primer ministro Salvador del Solar, él la entendería por denegada y, en esa línea, actuaría como finalmente hizo.
Así, con la disolución del Parlamento se concretiza uno de los fantasmas que planeó en el ambiente político nacional desde el 2016 (el otro era la vacancia presidencial), cuando el voto popular determinó que los poderes del Estado quedaran repartidos entre distintas fuerzas políticas, anticipando una convivencia que, en principio, aparecía como un enorme reto democrático para nuestro país pero que, al final, ha terminado rebasándonos.
Resulta innegable señalar, antes que todo, que el presidente ha basado su decisión sobre una premisa que varios constitucionalistas serios objetan: la supuesta posibilidad de ‘interpretar’ una actitud del Congreso con prescindencia de lo que decida la representación nacional sobre el mismo. La verdad, sin embargo, es que la confianza se concede o se rechaza a partir del acto manifiesto de la votación. No se la puede dar por sobreentendida y menos, como respondida en un sentido contrario al originalmente expresado en una votación que ya se dio.
El mandatario, en otras palabras, ha decidido cruzar el Rubicón y con ello se ha instalado en un terreno peligroso, en el que la discrecionalidad de un presidente prevalece por encima de lo señalado taxativamente por el orden legal. Y el propio Vizcarra así lo ha reconocido cuando en su mensaje de ayer aseguró que basaba su decisión en una “denegación fáctica”. Una situación que, además, ha motivado el pronunciamiento de la Defensoría del Pueblo, que ha considerado que la interpretación del jefe del Estado “se aleja de la Constitución” y ha invocado a “buscar una salida política que reconduzca al país por la vía constitucional”.
Es lamentable, ciertamente, que este país vea llegar pronto el bicentenario de su independencia sin haber podido registrar nunca más de tres décadas consecutivas de alternancia democrática. Como comentamos hace unos meses en esta misma página, resulta desolador que, cada vez que un Gobierno ha tenido al frente a un Parlamento abrumadoramente opositor, el hilo constitucional se haya terminado quebrando de un lado o del otro, desde Guillermo Billinghurst hasta Alberto Fujimori. Hoy, el contador que llevaba corriendo, a pesar de todos sus altibajos, desde abril de 1992 ha vuelto a cero. Y ello no puede movernos a la celebración.
Nada de ello quita, por supuesto, que este Congreso haya sido, en los últimos tres años y poco más, una exhibición diaria e ininterrumpida de desfachatez, prepotencia y obstruccionismo. Que no haya mostrado el menor reparo al momento de blindar a personajes señalados como miembros de una organización criminal, como ocurrió con el exfiscal de la Nación Pedro Chávarry o –ya de plano– sentenciados, como el ahora defenestrado legislador Edwin Donayre. Que no le haya importado usar a la Comisión de Ética como una instancia en la que aguar las serias acusaciones que llegaban contra varios de sus integrantes. Que haya recurrido a la fuerza bruta de la mayoría para aprobar leyes abiertamente inconstitucionales –luego afortunadamente corregidas por el control constitucional– o con evidente nombre propio –como hicieron al sacar adelante, en solo dos días, la ley para beneficiar al expresidente Alberto Fujimori con la excarcelación–. Que haya, además, interpelado y censurado ministros a mansalva al amparo de argumentos antojadizos. Que haya forzado al expresidente Kuczynski a una renuncia bajo la amenaza de una inminente vacancia o que haya intentado sabotear el acuerdo de colaboración eficaz con Odebrecht.
La última de las expresiones de necedad de este Congreso ha sido el llevar adelante una elección de integrantes del Tribunal Constitucional que, aunque legal, resultaba a todas luces un despropósito, con plazos constreñidos (se tomaron cinco días para un proceso que, en el promedio de la última década, había tardado 91) y con postulantes manchados, ya sea por cargar vínculos con algunos protagonistas de los célebres CNM audios o por registrar sendas denuncias en la fiscalía (por delitos que iban desde violación sexual hasta tráfico de influencias).
El Congreso, en fin, se ha labrado a pulso cada punto porcentual de desaprobación que registra entre la ciudadanía. Y esta no olvidará ello cuando llegue el momento de volver a las urnas.
Por supuesto que los exabruptos de un lado no beatifican los del otro. Y que, desde el momento en el que el mandatario decidió transitar por una senda brumosa ha abierto un camino para que se empujen otras acciones jurídicamente controversiales, como la suspensión de su cargo por un año y la juramentación de la vicepresidenta Mercedes Araoz que ha realizado anoche el Congreso. Un galimatías que –todo indica– se resolverá en los próximos días. En esa línea, no debería sorprendernos que el país empiece a ver una seguidilla de acciones de dudosa constitucionalidad sujetas a las interpretaciones de quienes las impulsen. Y la arbitrariedad, como sabemos, es lo que menos caracteriza a un Estado de derecho. Quizá para evitar escenarios kafkianos como estos, el presidente debió haber renunciado a su cargo tan pronto decretó el cierre del Congreso.
Una crisis política como la que el Perú atraviesa hoy debería dirimirse a través de los cauces institucionales y sin forzar ni estirar las costuras de nuestra Constitución, más allá del clamor popular o de la desaprobación que arrastren nuestras instituciones en determinado momento. El cierre de un Congreso es tan lamentable ahora como lo fue hace décadas y, por eso, hemos perdido todos.