“La primera regla de una burocracia –escribió Ronald Reagan en su libro ‘Una vida americana’– es proteger a la burocracia”.

A mi juicio, la frase resume el escepticismo que se le debe tener al y a su tendencia natural a salvaguardar su propia existencia, procurar su expansión y hacerse más poderoso.

El Estado, en fin, buscará ser tan grande como las ambiciones de las personas que lo componen, los políticos. Y es con eso en mente que el objetivo debería ser limitar lo que este puede hacer y reducir al mínimo su capacidad de intervenir en las decisiones de los individuos. Un conjunto de burócratas, un puñado de congresistas o un equipo de ministros pueden tener muy buenas intenciones –muy malas, también– y siempre asegurarán tener resuelta la fórmula para interpretar la voluntad y necesidades de la ciudadanía, pero la verdad es que es solo esta, dejada a su libre albedrío, la que tomará las mejores decisiones en su propio beneficio.

Y es en este punto –y Augusto Townsend aludió a este tema en su última columna– en el que la derecha liberal y la se enfrentan. La primera entiende la importancia de restringir el poder público, cree en la fuerza de la interacción libre y espontánea entre individuos como motor del desarrollo del país, no solo en el terreno económico, sino también en el moral. ‘Conservar’, por otro lado, demanda coerción, exige que un grupo de funcionarios, autopercibidos como iluminados, defina lo que debe preservarse y lo que no. Es en ese empeño en el que el conservadurismo necesita el poder del Estado con sus prohibiciones, castigos y hasta intervención en empresas y vidas privadas.

En los últimos años, desde el ala conservadora de la política peruana, esta visión de la realidad se ha hecho bastante aparente. Sobre todo, desde lo que postulan partidos como que demuestran tener una visión descaminada y en exceso confiada del Estado como órgano capaz de tomar buenas decisiones a favor de la ciudadanía. En esa línea, por ejemplo, la agrupación del alcalde de Lima ha planteado hace unos días que el país denuncie la Convención Americana de Derechos Humanos y ha propuesto que se permita la pena de muerte para feminicidas, violadores y otras plagas. Una propuesta que supondría darle a nuestro Estado –plagado de ‘cuellos blancos’ y fácilmente penetrado por incompetentes– la capacidad de deliberar sobre la vida o la muerte de una persona.

En la misma línea de confianza desenfrenada por las bondades de la intervención estatal, Renovación Popular también ha presentado proyectos para regular a la prensa. La parlamentaria Noelia Herrera, por ejemplo, ha propuesto que se exija la colegiatura a los periodistas y que solo sean estos los que puedan trabajar en los medios de comunicación, que, además, serían vigilados por el Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Esto no es solo una patada a la libertad de expresión, sino también una burda metida de mano en las decisiones de las empresas periodísticas privadas, que deberían poder contratar a quien deseen para ejercer el puesto que quieran.

Pero tampoco podemos olvidar eventos como la clausura del Lugar de la Memoria (LUM), precisamente por un burgomaestre distrital que pertenece a Renovación Popular. Se trató, a todas luces, de una intervención que tuvo más de política que de técnica, como demostró el hecho de que otros espacios, en circunstancias similares, han seguido operando sin problemas. Desde esta columna estamos muy lejos de rendirle devoción al trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, pero el hecho de que una autoridad se anime a cerrar un espacio dedicado a presentar una versión de la historia y la memoria del país por estar opuesto a esta es una salvajada peligrosa.

Los liberales tenemos la obligación de encarar las intenciones más antidemocráticas e intervencionistas de la derecha conservadora con el mismo ahínco que lo hacemos con las de la izquierda. Al final, la verdad es que no se puede confiar tanto en el Estado.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.