Jair Bolsonaro es considerado por muchos una figura divisoria.
Jair Bolsonaro es considerado por muchos una figura divisoria.
Enzo Defilippi

Jair Bolsonaro, el nuevo presidente de Brasil, es como el tío que siempre está a punto de arruinar las reuniones familiares: racista, misógino y homofóbico; admirador de dictadores, partidario de la tortura y enemigo de la prensa. Un ex capitán que fue expulsado del ejército por el único hecho notable que hizo estando allí: quejarse públicamente de su sueldo. Un político que en casi tres décadas como diputado solo pudo hacer aprobar dos leyes y que recibió cuatro votos cuando quiso ser presidente de la cámara.

¿Cómo así ganó las elecciones? Por circunstancias extraordinarias, claro. Porque muchos brasileros quisieron ver en su incorrección política la señal de que se trataba de la antítesis de quienes los habían gobernado. Ello difícilmente hubiese ocurrido sin un escándalo de las dimensiones del de Lava Jato y la severa crisis económica que le siguió.

El nuevo presidente tendrá la difícil tarea de reconciliar las dos tendencias que hoy se distinguen al interior de su gobierno. Por un lado, la ultraderecha antiliberal (racista, antiizquierdista y en contra de otorgar derechos a las minorías), encabezada por Bolsonaro y sus hijos, la cual favorece, por ejemplo, la idea de que la policía elimine a quienes considera delincuentes. Por otro, el liberalismo económico, encabezado por el ministro de Economía, Paulo Guedes: un respetado banquero de inversión (pero sin experiencia en el sector público) que se ha convertido en el hombre fuerte del régimen. Tanto que Bolsonaro, cuyo historial de votos como diputado es tan poco liberal como se puede esperar, le ha dado completa libertad para armar la agenda económica de su gobierno. Una combinación de prepotencia y liberalismo económico lo más parecida al régimen de Pinochet que hemos visto en décadas.

Además de tecnócratas y militares, hay dos miembros del nuevo gabinete que vale la pena mencionar: Sergio Moro, el juez principal del Caso Lava Jato, en la cartera de Justicia; y Ernesto Araujo, un desconocido diplomático que denuncia la “ideología globalista” y que considera el cambio climático como parte de un complot marxista, en Relaciones Exteriores.

El principal problema de política pública de Brasil es el del generoso, inequitativo e impagable sistema de pensiones, el cual, además de consumir más de la mitad del presupuesto federal, no para de crecer. De acuerdo con la revista británica “The Economist”, Brasil requiere un ajuste fiscal de 4-5% del PBI para que se estabilice el ratio deuda pública/PBI, el cual ha aumentado, en gran parte por el gasto previsional, de 53% en el 2013 a 74% en la actualidad. Guedes ha prometido reformar el sistema de pensiones, así como llevar a cabo un ambicioso programa de privatizaciones, simplificar los tributos y desregular la economía.

Sin embargo, para implementar estas u otras reformas el gobierno requerirá el visto bueno de un Congreso en el que cuenta con pocos diputados. Y Bolsonaro, una figura divisiva y poco proclive a tender puentes, difícilmente está en capacidad de formar una coalición con otros partidos. De hecho, se negó a convocar a otros miembros de otras fuerzas políticas a su primer gabinete.

Orden y progreso” es la frase que figura en la bandera de Brasil. ¿Podrá traerlos un político que en 30 años de vida pública se ha revelado como simplón, retrógrado y prepotente? Solo con mucha suerte.