Martín Vizcarra se ha comprado, pues, un gran pleito. Merece ganar por lo menos el primer round. (Foto: EFE)
Martín Vizcarra se ha comprado, pues, un gran pleito. Merece ganar por lo menos el primer round. (Foto: EFE)
Juan Paredes Castro

Cada cinco años los peruanos votamos por gobernantes y legisladores encargados conjuntamente de que el país funcione, crezca, distribuya su riqueza (la que produce y recauda) y genere bienestar.

Es más: gobernantes y legisladores, fiscales y jueces, militares y policías, contralores y reguladores, funcionarios de arriba y burócratas de abajo, ninguno de ellos está pintado en la pared, todos ellos le cuestan al Estado el ojo de la cara.

Resulta que el país no funciona como debe, no crece como debe, no distribuye su riqueza como debiera hacerlo y no genera el bienestar que esperamos. Lo natural sería que, a menos cumplimiento de metas y objetivos, los responsables recibieran menos remuneraciones. Pero no ocurre así. Como no se mide eficiencia, tampoco se mide ineficiencia. Como no se detecta ni castiga la corrupción, tampoco se detecta ni castiga la impunidad, profundamente enraizada en la estructura estatal. Y por último no sabemos por dónde comenzar: si combatiendo la corrupción o combatiendo la impunidad.

Tenemos que reconocer entonces que tenemos un Estado parásito, que devora día a día el tejido vital del Perú, que con todos los recursos humanos y materiales que posee y dispone no merece exhibir los paupérrimos estándares en estabilidad política, social y jurídica.

Si la corrupción ha llegado a ser en el Perú un estado natural de las cosas, y se ha apoderado inclusive de nuestros usos y costumbres, como lo advierte Carlos Meléndez, no hay otra forma de declararle la guerra que con un liderazgo político muy fuerte y honesto, institucionalmente democrático, como el que promete ejercer Martín Vizcarra, a través de la comisión que encabeza el embajador Allan Wagner.

Totalmente diferenciado, eso sí, de los liderazgos anticorrupción de Toledo, Humala y Kuczynski, que solo sirvieron para ganar las elecciones a Alan García y Keiko Fujimori y acabar pariendo sus propias corrupciones. Totalmente diferenciado también de los liderazgos anticorrupción caudillistas como el de la señora Verónika Mendoza que reclama una nueva Constitución sin propuesta de cuál sería la suya, más allá de la que envuelve su errático discurso político.

La lucha anticorrupción no puede ser una subasta de intereses variopintos donde cada cual tiene su corrupto por perseguir y castigar y su “santón” que adular y premiar, ni un mercado político-electoral para apalancar candidaturas de mediano y largo plazo, revestidas de moralidad pública. Pero un liderazgo anticorrupción fuerte y honesto, institucionalmente democrático, como el que ejerció Valentín Paniagua en el 2000, tras el derrumbe de la autocracia fujimorista, tiene que sostenerse en un mínimo consenso político gubernamental-legislativo, como el que propició la Mesa de Diálogo de la OEA en ese año. Sin ese consenso mínimo, no habrá manera de dar dirección a las ideas, propuestas y acciones anticorrupción. Unos y otros querrán sentirse dueños de esta, y a su manera. Rescatar el trabajo de la Ceriajus tendría que ser, por ejemplo, una prioridad. Establecer bisagras ejecutivas entre la Comisión Wagner y los altos mandos legislativos, fiscales y judiciales sería otra.

se ha comprado, pues, un gran pleito. Merece ganar por lo menos el primer round.